El 3 de junio de 1968 el artista Andy
Warhol sufrió un atentado. Una mujer llamada Valérie Solanas, que meses atrás
le había cedido un guión esperando que el artista produjese una obra con él, se
presentó en su oficina y le disparó con un arma de fuego. Warhol fue hospitalizado
y sobrevivió al ataque. Conservó el resto de su vida las cicatrices de haber
sido alcanzado por un tiro en el costado y con frecuencia se hizo fotografiar
enseñándolas.
Solanas se acercó a un policía
aquella misma tarde y le entregó la pistola que había usado. Le dijo: “Yo
disparé a Andy Warhol. Tenía demasiado control sobre mi vida.” Al salir de la
comisaría tras ser arrestada, los periodistas agolpados a su alrededor le preguntaron
por sus motivos para atentar contra Warhol. Solanas respondió: “Él
controlaba mi vida. Tengo muchas razones, lean mi manifiesto y les dirá quién
soy”.
Cartel del film I Shot Andy Warhol (Mary Harron, 1996)
Antes de que irrumpiera este recién
terminado estado de alarma, acudíamos
a las salas de cine a ver filmes sobre el fin de la civilización.
Cuando a mediados de marzo comenzó el
confinamiento en nuestros hogares, no faltaron las comparaciones y referencias
a ciertas películas sobre pandemias y cataclismos. Aquello que la ficción
audiovisual llevaba décadas anunciándonos parecía estar sucediendo en
definitiva. Imágenes que hasta hace poco constituían nuestro deleite o
entretenimiento esdevenían inquietantes espejos de la actualidad. Cabe
preguntarse pues por la función que ha ocupado hasta ahora la representación
del fin del mundo en el medio cinematográfico.
De una cosa podemos estar seguros:
cuando concluya este 2020, la palabra más pronunciada y escrita habrá sido
“virus”.
En estos días de encierro domiciliario -oficialmente llamado confinamiento-, he recordado inevitablemente la frase del escritor estadounidense William S. Burroughs: “El lenguaje es un virus del espacio exterior”.
En su ensayo de 1970 La revolución electrónica, Burroughs
desarrolla una teoría sobre el origen del lenguaje, al que sitúa finalmente
como la causa del mal que ha provocado Occidente a lo largo de la Historia.
Fotograma del episodio 8 de la tercera temporada
de Twin Peaks (2017)
En 1632, tuvo lugar el más célebre caso
de posesión diábolica colectiva de la
Historia. Las monjas ursulinas de un convento situado en la ciudad francesa de
Loudun fueron declaradas oficialmente poseídas por fuerzas sobrenaturales según
las autoridades eclesiásticas. Tras un penoso proceso, dos años después fue
condenado a la hoguera el señalado como responsable de tal diabólico fenómeno,
el sacerdote Urbain Grandier.
En su ensayo de 1952 Los demonios de Loudun, Aldous Huxley
relata el acontecimiento desde sus antecedentes. Grandier, un clérigo
mujeriego, se había forjado una seria comunidad de enemigos debido a la
descendencia indeseada que sus conquistas provocaban. La intervención de la
priora de un convento de ursulinas, sor Jeanne des Anges -que obviamente había
oído su fama de apuesto seductor – vino a precipitar la caída en desgracia de
Grandier.
Dos policías de uniforme, Martin y Larry, permanecen quietos junto a su coche patrulla aparcado. Larry recibe en el móvil una foto provocativa de su amante, que demanda verle. Entonces comienza a decir que el único modo de cortar esa relación y evitar que su matrimonio se desmorone, será matar a su amante. “Es como si no tuviésemos control sobre nuestras vidas. Lo tienen ellas, las mujeres. Son el peor de los males”, afirma Larry más para sí mismo que para su compañero, pues éste no habla durante toda la escena.
Así arranca Too Old To Die Young, una serie de Amazon Prime Video dirigida por el célebre realizador danés Nicolas Winding Refn. Una ficción con trece horas y media de metraje de la que intentaré ofrecer una lectura tomando la misioginia como eje vertebrador.
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