El verdugo sólo hacía su trabajo
Sobre obediencia y perversión
Rithy Panh es un director de cine camboyano. Cuando los Jemeres Rojos tomaron el poder y entraron en Phnom Penh en abril de 1975, el director tenía trece años.
Los Jemeres Rojos consideran que la familia de Panh pertenece al Nuevo Pueblo -es así como ellos denominan a los que consideran burgueses, intelectuales y/o capitalistas- puesto que el padre es profesor. Pol Pot, líder y Hermano Número Uno de los Jemeres rojos, dictamina que a los miembros del Nuevo Pueblo se les debe reeducar, y “a los que no podamos reeducar, les combatiremos como enemigos”[1].
Imagen actual del abandonado centro de detención y tortura S-21.

En el ideario del nuevo régimen, la reeducación es un retorno a la pureza de la vida campesina en los arrozales que la propiedad privada y la cultura habían degradado. En la práctica, se trata de un retroceso económico y social que conllevará la hambruna y la miseria.
En este contexto, un día el padre de Rithy decide negarse a seguir alimentándose con “comida de animal”[1], puesto que él es un ser humano, y se dejará morir de inanición. Poco después, el futuro director verá fallecer a sus tres sobrinos pequeños por la misma causa. Y finalmente, a su hermana y a su madre. En 1979, tras la invasión de Camboya por tropas vietnamitas, Panh puede escapar hasta un campo de refugiados en Tailandia. Un año después, es acogido en París.
Desde una posición de superviviente, el director camboyano ha hecho de su trabajo cinematográfico un tratamiento frente al sinsentido del genocidio perpetrado por los Jemeres Rojos. En el presente texto, intentaré enlazar algunos conceptos sobre obediencia y perversión con el testimonio que Panh ofrece en sus documentales S-21: La máquina roja de matar (2003) y La imagen perdida (2013), así como en el libro La eliminación (2013).
-La palabra del verdugo
Panh decide dar voz a verdugos y víctimas de una escuela reconvertida en centro de detención y tortura en S-21: La máquina roja de matar (2003). En este documental, el pintor Vann Nath -uno de los tres escasos supervivientes del S-21- dialoga con los antiguos torturadores en el propio centro. Desde el distanciamiento que su labor pictórica le ha permitido de su traumática experiencia en el S-21, Nath les formula preguntas que buscan su división subjetiva. Sirivéndose del pintor como alter ego, Panh quiere que los verdugos asuman su responsabilidad. Ahora bien, ¿lo consigue al finalizar el metraje?
El testigo que abre el documental, un verdugo al que Panh filma rodeado de su familia, es ejemplar respecto a la posición que los antiguos torturadores van a intentar defender a lo largo de toda la película, la de víctimas del régimen:
“Si nosotros hubiésemos matado a esas personas, y yo maté a algunas, por nuestra propia voluntad, sería pura maldad. Pero a mí me daban órdenes, me aterrorizaban con sus armas y con su poder. Eso no es maldad. La maldad provenía de los mandos que daban las órdenes. Dentro de mi corazón yo tenía miedo de esa maldad, tenía miedo a morir. Y hasta hoy sigo teniéndolo. Además, yo no he hecho otra cosa que el bien desde mi infancia. Siempre he sido bueno, y lo sigo siendo.”[2]
Esta obediencia sitúa al sujeto en un lugar de sumisión infantil a un padre obsceno y cruel, encarnado en todos los superiores de la cadena de mando militar y, definitivamente, en Pol Pot. Ahora bien, que el incumplimiento o negligencia de sus funciones en el S-21 estuviese castigado con la muerte no exime de responsabilidad a estos sujetos. Hay en la obediencia un goce del que nada quieren saber.
La perversión como estructura no subvierte la ley. Por el contrario, “el recto juez es precisamente el peor criminal”, nos dice Jacques-Alain Miller, “es aquel que pretende encarnar la ley moral quien es el verdadero sádico”.[3] Así, los torturadores del centro seguían una serie de normas y procedimientos que marcaban cómo interrogar a los detenidos y conseguir la confesión de sus -supuestos- crímenes. Sin embargo, el envoltorio burocrático no logra ocultar la barbarie: no hay ninguna justicia en juego, el S-21 es un teatro del horror donde el destino de los detenidos ya está decidido de antemano y arrancarles una confesión es sólo una excusa para gozar destruyéndoles.
Entre las estancias abandonadas del centro, los antiguos torturadores hallan documentos que describen los métodos para obtener la confesión y los leen ante la cámara. Con respecto al uso de la tortura, el procedimiento era el siguiente:
“La tortura tiene como objetivo obtener una respuesta. No puede practicarse por diversión. Hay que hacer sufrir al detenido para que responda rápido. Se os pide que lo destrocéis, lo atemoricéis, lo aterroricéis. Nadie puede torturar para aliviar su propia ira.”[4]
Resulta absurdo exigir por norma tal grado de violencia a un torturador sin pretender que obtenga de ello un goce. Esto es lo que pone de manifiesto uno de los verdugos cuando afirma:
“Cuando torturas, tienes un corazón cruel y salvaje. Yo no pensaba. Yo era arrogante, tenía el poder sobre el enemigo, no pensaba en su vida.”[5]
La obediencia a las normas dictadas por un superior se revelan como una pantomima. Sin embargo, es necesario que existan para que estos sujetos puedan ejercer su goce perverso. Sobre este aspecto, es ilustrativo el diálogo entre Nath y uno de los verdugos:
“-Vosotros inventásteis una ley para forzar a la gente a mentir, y no a los interrogadores, sino mentirse a sí mismos. Denunciábamos a cualquiera por actos de los que no sabíamos nada.
-Sin respuestas no podía creer. Necesitaba una respuesta, verdadera o falsa.”[6]
Entonces, la ley debe existir para que el perverso la defienda y ejecute. Encarnación de la faceta más arbitraria y cruel del superyó, esta ley provocó que unas 17.000 personas, cautivas en el S-21 entre 1975 y 1979, terminaran culpabilizándose y culpabilizando a sus semejantes por delitos de espionaje que no habían cometido. La confesión, sin embargo, no producía ningún efecto: el detenido era ejecutado finalmente en todos los casos.
En el Seminario XVI, Lacan define al perverso como un “defensor de la fe”[7]. Tras distinguir la posición masoquista de la posición sádica, Lacan destacará de la segunda la función esencial de la confesión. “[En los juegos sádicos] Siempre se gira efectivamente en torno de algo donde se trata de despojar a un sujeto -¿de qué? De lo que constituye en su fidelidad, a saber, su palabra.” [8] Los militares del S-21 sometieron a los detenidos a tormentos indecibles para arrebatarles su palabra y hacerles admitir delirantes vidas secretas como espías y traidores que los propios torturadores habían inventado deliberadamente. Siguiendo a Lacan, vemos que privar a un sujeto de su palabra e imponerle la voz de su captor fue el goce que sostuvo toda la maquinaria genocida de los Jemeres Rojos.
Tras la filmación de este documental, Rithy Panh consideró que faltaba en él la voz del responsable del S-21, el militar Kaing Guek Eav conocido como Duch. Mientras esperaba en una cárcel de la ONU a ser juzgado por sus crímenes contra la humanidad, Panh tiene oportunidad de entrevistarle en una serie de sesiones. Recoge los resultados en un nuevo documental (Duch, Master of the Forges of Hell, 2011) y en el libro La eliminación (2013).
De su diálogo con Duch, Panh no obtiene tampoco la asunción de su responsabilidad. El militar -que escogió su nombre de guerra de un cuento de la infancia, donde el pequeño Duch era un “niño obediente”[9]– se considera igualmente un víctima del régimen sin escapatoria ni posibilidad de elección: “Si intentaba huir, ellos tenían como rehén a mi familia, que habría corrido la misma suerte que los otros prisioneros de Tuol Sleng [el S-21]. Mi fuga, mi rebelión no habría ayudado a nadie.”[10]
Buscando si hay en Duch un sujeto quebrado por la barbarie que cometió, Panh le pregunta al inicio del libro si sueña con sus víctimas. Duch contesta que jamás sueña. Sin embargo, más tarde se desdice:
“Es cierto, a veces sueño. Veo a Son Sen [Ministro de Defensa y jefe de Duch]. Avanza hacia mí. Me habla. Ordena. Y siempre soy yo quien obedece, ¡nunca lo contrario!”[11]
El jefe de los torturadores está entonces en idéntica posición sumisa que aquellos verdugos que le servían en el S-21. Sólo que Duch obedece a una figura más elevada en la cadena de mando. La pobreza subjetiva de Duch, su no querer saber nada sobre sí mismo, es tan acentuada que ni siquiera en sueños puede permitirse la división como sujeto. Sólo puede obedecer.
De la sumisión de estos sujetos, Isabelle Morin nos dice: “Someterse al otro con tal fuerza tiene sus raíces en la relación de ambivalencia entre el padre del amor y el padre del odio, como si al desaparecer el odio hacia el padre a causa de la desmentida de su asesinato, no quedara en el lugar del amor otra cosa que la voluntad de someterse a sus órdenes. (…) El sujeto espera del Otro que ordene su conducta porque el Otro piensa por él y a él no le queda otra opción que obedecerle.”[12]
Atrapados en su escena subjetiva frente a un padre que no pueden amar ni odiar, sólo obedecer por temor al severo castigo, Duch y sus subordinados son incapaces de hacerse responsables de sus crímenes. Sujetos en los que no hay deseo, tras haberse entregado sin cuestionamientos al goce perverso de destruir seres humanos en el nombre de una ley invertida, sólo les queda pretender ampararse bajo el significante “víctima” el resto de sus vidas.
-La verdad en el cine
Tras intentar hallar algún sentido al exterminio en la palabra de los verdugos, Pahn apuesta por una reconstrucción poética de sus recuerdos en La imagen perdida (2013). El realizador pone en escena su historia de supervivencia mediante muñecos de barro cocido con los que se representa a sí mismo, a sus padres o a los Jemeres Rojos. En ocasiones, estos muñecos se añaden o superponen a imágenes de archivo. Pahn completa las filmaciones históricas con las recreaciones de sus recuerdos, creando así una imagen de lo sucedido que incluye lo particular.
“La verdad aparece gracias al cine”[13], sostiene el director. Bajo esta premisa, La imagen perdida contrapone las filmaciones propagandísticas del régimen -donde sujetos radiantes cultivan los arrozales formando un engranaje preciso del que resulta una situación económica y social notablemente sostenible-, a las tomas de archivo que, por retratar la situación precaria que vivía Camboya, costaron incluso la vida del cámara que las filmó. Mediante esta contraposición y junto con las reconstrucciones de los muñecos de barro, Panh desvela la mentira impuesta por los militares: la revolución que prometieron (una sociedad sin clases privilegiadas), nunca llegó. Existe sólo en las imágenes manipuladas de las películas de propaganda.
A modo de conclusión, la obra de Rithy Panh trata de completar la memoria -la del propio director y la de Camboya- con las imágenes y las voces perdidas que permitirían cerrar al fin la fractura provocada por los Jemeres Rojos. La empresa de Panh resulta fallida, pues en un lugar como el S-21 sólo va a encontrarse con lo real, pero en su intento logra devolver la palabra que los verdugos habían arrebatado a sus víctimas.
[1] La Imagen perdida (Rithy Panh, 2013)
[2] S-21: La máquina roja de matar (Rithy Panh, 2003).
[3] Miller, J.A, “Fundamentos de la perversión” en Perversidades, EOL-Paidós, Buenos Aires, 2001.
[4] S-21: La máquina roja de matar (Rithy Panh, 2003).
[5] Ibid.
[6] S-21: La máquina roja de matar (Rithy Panh, 2003).
[7] Lacan, J. “El Seminario XVI: De un Otro al otro”, Paidós, Buenos Aires, 2008.
[8] Ibid.
[9] Panh, R. y Bataille, C. “La eliminación”, Anagrama, Barcelona, 2013
[10] “Ninguna respuesta evitaba la muerte”. Entrevista a Duch. El País, 10 de febrero del 2008. https://elpais.com/diario/2008/02/10/domingo/1202619153_850215.html
[11] Panh, R. y Bataille, C. “La eliminación”, Anagrama, Barcelona, 2013
[12] Morin, Isabelle. “Los horrores de masas y la obediencia incondicional”. Desde el Jardín de Freud, núm 14 (2014).
[13] Panh, R. y Bataille, C. “La eliminación”, Anagrama, Barcelona, 2013