Tendiendo puentes entre el psicoanálisis y la ciudad

Las cicatrices de una satisfacción ignota

De follar a fallar sólo va una VoKl

¿Puede un cuerpo de mujer quedar marcado por un goce que no alcanza a ser pecado? Ésta nos parece una pregunta legítima. Sin embargo, hace falta un artificio para poder plantearla: no es otro que una lectura acerca de una obra artística. Digamos de entrada que el film en dos partes de Von Trier, titulado ‘Nymph()maniac’, no interroga, sino que responde.

Joe, la protagonista de esta película, ansía. El título no deja lugar a dudas. El paréntesis que encontramos en él es evocador: de un lado, la ninfa, diosa menor en la mitología grecorromana, a la vez que cuerpo adolescente del insecto que se haya a punto de ser adulto. Del otro, la agitación, la locura, lo desmedido. Pero no es todo… Hay en medio un lapso que no puede obturarse.

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Sí, ella es desmedida respecto de lo esperable. No se conforma. Quiere más.

Otrora habríamos hablado de perversión. No de perversidad, tipo particular de maldad, sino de desviación inhabitual en el comportamiento sexual. Las perversiones o parafilias eran prácticas no convencionales, muchas de las cuales deleznables a los ojos de la moral. Es decir: que el concepto de perversión era inseparable del de norma en varios sentidos.

La subversión de Freud, a principios del siglo XX, consistió en decir que la perversión no era tanto lo que contradecía la norma, sino más bien la norma en sí. Advirtió a este respecto que hay goce en la infancia: satisfacciones como el chupeteo o el control de esfínteres que, como ciertas perversiones, conciernen particularmente a una zona erógena. Satisfacciones que, además, encuentran una dialéctica en el vínculo social. Freud no halló la horma de la norma de dicha erótica infantil en la tendencia estadística central de una población; la encontró en un mito: el Edipo.

Freud consideró más real el romance fundador y sus vicisitudes en cada caso singular, que la contabilidad de conductas o tipologías. Le golpeó bien fuerte la constatación de que el deseo y la verdad de cada uno se enredan en los tejemanejes familiares.Von Trier quizás ironice acerca de Freud. Si es así, lo hace hábilmente. Pero si es un cineasta brillante, es posiblemente porque no es un idiota. Así, Joe, tumbada en la cama de un sabio curioso, y parodiando la viñeta psicoanalítica, se confiesa ante todo hija de un padre, una madre, y la relación entre ambos. Y, al principio, avisa al espectador: “Es una historia larga… y moral”.

Si han llegado hasta aquí, y no han visto la película, échenle un vistazo antes de seguir leyendo.

Que una goce de ser pegada puede llamarse masoquismo. Es ésta una clase de satisfacción que se amolda bastante bien a la idea que podemos hacernos hoy de una perversión. Si bien no es el punto de partida de Joe, sí es una de las sucesivas metas fallidas de su recorrido…

Entonces, ¿cómo nace una ninfómana? El origen de Joe es casi impreciso: la sensación como leitmotiv. Desde niña, ese anhelo del feeling: “quizás la única diferencia entre yo y las demás personas es que siempre le pedí más a una puesta de sol” nos cuenta al inicio de la primera entrega.

Y es finalmente en el cénit, ahí dónde el orden natural que rige las fabulaciones humanas espera la puesta de sol más sublime, en el acto con el hombre amado, cuando Joe no puede sentir nada. La comunión falla. Abrupta, magistralmente, la primera parte del film desemboca en la monolítica disyunción entre amor y goce sexual.

Desde ese instante, Joe es implacable en su empuje. Elige perseguir el goce huidizo. Concluye que hay que provocar algo crudo, en las antípodas del sentimiento: un encuentro sexual en el que la comunicación sea imposible. Usando un intérprete como recadero, enviará un mensaje inequívoco a un interlocutor africano que no habla inglés. Follar sin palabras. Ése es el asunto, pero fracasa de nuevo. De follar a fallar solo va una vocal. Joe, como si en alguna parte supiera que voz y palabra son dimensiones distintas, se encaminará decidida a por una voz de mando.

Arriba así a un hombre, K, que encarna al amo sadiano. Joe nos dice: “el sistema era el factor predominante con K”. Y es que no pega como un bruto agresivo, sino con la clase de un aristócrata. Tiene una forma extremadamente civilizada y cuidadosa de ejercer una violencia (sangrienta, no es de broma) de la que Joe goza.

Ahí sí parece que nuestra protagonista no yerra, pero es que la primera ley del sistema es que no habrá coito. K no persigue su goce sexual, sino algo más sofisticado: hacer existir el goce en el sistema. Así, se añade una segunda norma: no habrá palabra de seguridad: “nada parará el plan o procedimiento que yo tenga en curso” sentencia él. El sistema goza sin que la clientela pueda ponerle un límite. La tercera ley es que no habrá hora concreta para el encuentro.

Tres normas, tres referencias a lo que no hay: ni sexo, ni palabra, ni cita. Pero sí hay un bautismo, manifestación de que el asunto es ceremonial. El nombre de pila no corresponde. Fido, el nombre de perro más común de los Estados Unidos, es más apropiado, y es el que K da a su nueva clienta.

Algo que el psicoanalista Jacques Lacan dijo casa bastante bien con la forma en que Von Trier nos muestra el laberinto masoquista:

“Ciertamente el masoquista florido, el bello, el verdadero, Sacher Masoch mismo, organiza todo de manera a no tener más la palabra. ¿Cómo puede estar tan interesado en eso? Expliquémonos. Se trata de la voz.

Lo esencial de la cosa es que el masoquista haga de la voz deI Otro, por sí solo, eso que va a garantizar respondiendo como un perro. Esto lo aclara el hecho de que justamente buscará un tipo de Otro que pueda ser cuestionado en este punto de la voz, la querida madre, por ejemplo, como lo ilustra Deleuze, de voz fría y atravesada por todas las variantes de lo arbitrario. Esa voz que él quizás escuchó más de la cuenta en otra parte, del lado de su padre, completa y tapa aquí también el agujero.” Lacan, seminario XVI, p. 234.

De nuevo papá y mamá. Sí pero… ¿qué nos cuenta la película de la sagrada familia de Joe?

Un detalle materno nos permite vislumbrar la precisión de la tesis de Lacan. A esta madre, Katherine, Trier apenas la muestra. Manifiestamente fría y arbitraria, la vemos jugando al solitario… no sin un as en la manga, nos dice Joe.

En el lecho de muerte, el padre la reclama desesperadamente con gritos aterradores, usando la primera letra de su nombre. “Key! Key! Keeeeeyyyyy!”. La misma K que da nombre al amo sádico que Joe va a buscar de madrugada. No parece una coincidencia. De la voz del padre, al nombre del sadismo materno. Un sadismo que nunca estuvo allí, y que hubo que ir a buscar.

Es del padre de quién Joe recibe las palabras de amor. Interpretado por Christian Slater, marca los recorridos de su hija. Largos paseos por el bosque que llevan a fijarse en algunos árboles, cuyas hojas pueden secarse y coleccionarse en un álbum. Hojear este álbum será para la muchacha un remanso de paz durante los momentos de angustia.  Sin embargo el progenitor, pese a su bondad, inscribe en la historia de su hija la primera pista para un coleccionismo distinto: “pasé de las hojas de los árboles a los genitales masculinos” constata la joven.

Pero eso no es todo. La serie interminable de amantes pertenece al primer tiempo de la senda. Las cicatrices vienen después, de forma aparentemente necesaria. La primera sería, quizás, la terrible muerte del padre. O aún algo más inquietante, que sucede en el cuerpo de ninfa de Joe.

En la cama del hospital, al lado de su impertérrita madre y en frente del cadáver del padre, Joe lubrica. Algo no ha sido reprimido, podemos arriesgar. Hay amor hacia el padre, pero también ambivalencia teñida de algo más que un matiz libidinal. La muerte del primer hombre amado, el referente del deseo (la colección de hojas muertas prefigura la de penes usualmente anónimos), excita. Un fantasma erótico se manifiesta corporalmente, un pecado es atravesado. De esa marca de ninfa, hasta hacerse ángel exterminador, van algunas cicatrices. Si Joe falla el primer disparo, suponemos que no yerra el segundo… “Hey Joe… Where are you going with that gun in your hand?” reza la canción de Billy Roberts. ¿Y no se puede responder acaso: “hay una fantasía sexual femenina, poderosa, que consiste en matar al hombre”? Lars Von Trier nos lo cuenta, de nuevo.

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