Tendiendo puentes entre el psicoanálisis y la ciudad

Feminidad y sexuación

En este texto trataré de hacer un breve recorrido sobre la cuestión de la feminidad en la obra de Freud y en la primera enseñanza de Lacan, para después centrarme en las tablas de la sexuación elaboradas entre el 71 y el 73 y finalmente presentadas en el Seminario XX: Aun (1972-73).

El enigma de la feminidad en Freud

La obra de Freud se cierra con una cuestión inconclusa reconocida por el mismo autor. Es Ernest Jones quien atestigua el comentario de Freud a Marie Bonaparte: «El gran interrogante que nunca ha sido respondido y que hasta ahora yo no he podido responder, pese a mis treinta años de indagación del alma femenina, es: ¿Qué demanda una mujer?» (1992/1925; 262)

Muy tempranamente, en Tres ensayos sobre teoría sexual (1905), Freud, articula la premisa fálica tanto para las niñas como para los niños. Respecto de la sexualidad, dirá Freud, en el  inconsciente no encontramos las posiciones de hombre y mujer, sino que hay lo que llamó la primacía del falo, con la que ambas posiciones se relacionan de manera más o menos simétrica.

El falo como lo que el neurótico instala en el lugar de un imposible de significantizar

Podemos comparar la tesis que sostiene en 1908 con Las teorías sexuales infantiles, donde defiende que el niño no ve la falta de pene en la niña sino que piensa que ella lo tiene más pequeño y ya le crecerá, y la tesis que sostiene en 1923 con Organización sexual infantil, en la que el niño constata la falta pero la encubre haciendo de ella un modo de existencia del falo. Del lado de la niña, ella también toma conocimiento de su sexo mediante el significante fálico, es decir, también lo toma como un falo disminuido o castrado. Tal como lo explica Serge André en su libro ¿Qué quiere una mujer? (2002): «Esta falta de pene, es reconocida como falo (de menos) y no como sexo femenino (…). La castración hace de la ausencia un resto de la presencia» (2002; 14). La vagina como órgano es conocida pero no lo es a nivel significante, como sexo propiamente femenino, es decir, como radicalmente Otra con relación al falo. «Si no hay significante del sexo femenino como tal es porque todo significante está de alguna manera de más, con respecto a la ausencia que habría que decir» (2002; 30). Tanto para el niño como para la niña, el sexo femenino permanece no descubierto. La castración excluye, forcluye, el sexo femenino. La teoría de la castración es la creencia que el neurótico instala en el lugar de un imposible de significantizar. Pero no sólo es eso. También es el punto de anclaje del complejo de Edipo.

El complejo de Edipo es una constante en la obra de Freud. Designa la transformación de una sexualidad fálica, única e idéntica para los dos sexos, en dos posiciones subjetivas diferentes que permanecen organizados por una sola libido de carácter fálico. Es ante la pregunta por la salida del Edipo, que Freud propone como fin del Edipo para el niño, la amenazada de castración, mientras que cuando se pregunta por la salida de la niña, confiesa en La disolución del complejo de Edipo (1924) que «nuestro material es aquí –incomprensiblemente – mucho más oscuro e insuficiente» (1972/1924; 2750). El recorrido de la niña por el Edipo es más difícil de plantear porque a diferencia del niño que sale de él por la amenaza de la castración, la niña descubre la castración como algo consumado en su cuerpo. Del lado del niño, sólo es a partir de la amenaza de castración que puede interpretar el sexo de la niña como un sexo castrado, como falo en tanto éste es un pene que puede faltar. En este momento de su obra, Freud plantea como salidas del Edipo para la niña, el complejo de masculinidad y la maternidad, como renuncia del pene con la esperanza de poder recuperarlo mediante el que un hombre le dé un hijo. Sin embargo, parece que Freud no quedó satisfecho con esta explicación y tan sólo un año después volvió a abordar el tema en Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos (1925). En este artículo, Freud confiesa que el complejo de Edipo no es suficiente para explicar los diferentes recorridos del niño y la niña hasta sus consiguientes identificaciones con la masculinidad y la feminidad. Trata entonces de abordar la prehistoria del complejo de Edipo, lo que conduce a resaltar la importancia de la madre como primer objeto para ambos sexos.

Es curioso, no obstante como en Tres ensayos sobre la teoría sexual, Freud ya apuntaba a aquello que veinte años más tarde acabaría por tomar una importancia capital como prehistoria del complejo de Edipo: «Cuando la primitiva satisfacción sexual estaba aún ligada con la absorción de alimentos, la pulsión sexual tenía en el pecho materno un objeto sexual exterior al cuerpo del niño» (1972/1905; 1224). A partir de este momento de su teoría, Freud plantea una asimetría, una oposición entre la reacción del niño y la niña al descubrir la falta de órgano en la niña. El niño la desestima hasta que ya en el Edipo, la amenaza de castración la resignifica, pues sólo a partir de la amenaza de castración el niño puede interpretar el sexo de la niña como castrado, como falo en tanto éste es un pene que puede faltar. La niña, en cambio, al descubrirla, cae víctima del penisnneid, es decir, de la envidia del pene. Es a través de ella, de la relación que la niña mantiene con la angustia de castración formulada como envidia del pene, que entra en el Edipo, del mismo modo que el niño por la amenaza de castración que sale de él. La salida femenina para la niña en el Edipo, vendrá dada por la ecuación simbólica pene=niño, que hará que la madre sea objeto de celos, y el padre objeto de amor como figura que podría proporcionarle un hijo que venga a remediar su falta de pene.

En el texto Sobre la sexualidad femenina (1931), Freud sigue preguntándose por el recorrido de la niña en el Edipo. El recorrido de la niña, como ya constató en anteriores textos, es más complicado que la del niño, dado que así como el niño siempre se dirige al mismo objeto sexual, la madre, la niña debe virar de ella al padre. «¿Cómo halla su camino hacia el padre? Se pregunta Freud. ¿Cómo, cuándo y por qué se desliga de la madre?» (1972/1931; 3077) Sin embargo, el Edipo ya no es el núcleo de la neurosis femenina, sino que ha dejado su lugar a la fase preedípica, al vínculo con la madre. Plantea que en esta fase previa al complejo de Edipo, tanto niños como niñas descubren su sexualidad e inician tempranamente su actividad masturbatoria: el niño con su pene, y la niña con aquello que para ella tiene un valor equivalente al del pene: su clítoris. Así, en esa primera etapa toda la actividad sexual podría ser considerada masculina o fálica. Asimismo la madre es el objeto de amor para ambos. Es a partir de la aparición de la diferencia de los sexos, que sus caminos se bifurcan. El niño descubre la falta de pene en las niñas, experimenta la angustia de castración al temer por su órgano y ubica en la figura del padre la función castradora. Es por ese temor que se separa de la madre y se instala un superyó severo. De ese modo, como ya hemos dicho, sale del Edipo. Para la niña, en cambio, la diferencia sexual hace aflorar sentimientos de hostilidad y reproches hacia la madre por interpretar que ha sido ella la que la ha privado del órgano al parirla mujer, instaurando así la envidia del pene que provocará los dos virajes, ausentes en el niño: cambio de objeto de amor (sustitución de la madre por el padre) y cambio de la zona erógena (del clítoris entendido como fálico a la vagina, propiamente femenina).

Los reproches hacia la madre están presentes en ambos sexos originados por el nacimiento de hermanos, por sentirse abandonados o por no haber sido suficientemente amamantados, y son el principio de la elaboración de la castración. Sin embargo, en la niña el resentimiento es más fuerte por razón de la envidia del pene, por considerar que la madre la ha dejado en desventaja en relación al otro sexo. Es también con respecto a la envidia del pene que Freud explica el superyó más débil que encuentra en la mujer, pues al ya estar castrada no hay necesidad de un superyó tan severo. Para la mujer entonces, propone tres salidas al complejo de Edipo: la suspensión de la sexualidad, la hiperinsistencia en la virilidad, y la salida propiamente femenina, que sería la de la maternidad en relación a la equivalencia pene=niño, a través de la que podría recuperar aquello perdido haciéndose hacer un hijo.

En importante este hacerse hacer, en tanto Freud, propone que la libido no tiene sexo, que es siempre fálica, siempre activa, aunque pueda asumir fines tanto activos como pasivos de la misma manera para el niño como para la niña. «Pudiéramos pensar en caracterizar psicológicamente a la feminidad por la preferencia de fines pasivos; preferencia que, naturalmente, no equivale a la pasividad, puesto que puede ser necesaria gran actividad para conseguir un fin pasivo» (1972; 1932; 3166). Los fines pasivos como preferidos de la feminidad no dejan de estar vinculados con la función fálica/activa de la libido. Es por eso que descarta las posiciones activas para lo masculino y pasivas para la mujer.

Marina Recalde, en su texto El Edipo femenino: un interrogante freudiano (2011), plantea que la envidia de pene es un hecho estructural en la mujer. Para ello se sirve de las diferentes maneras de resolverla aportadas por Freud, es decir a través de la vía de la maternidad, en la que el niño vendría a suplir al falo, como por las propuestas por Lacan, mediante la vía del amor, en la que se supliría la pérdida mediante el pene del parteneire, o por la vía de encarnar el falo, de falicizar su cuerpo. Plantea las dos primeras como modos imaginarios de tratar de suturar una falta irreductible, mientras que la tercera es explicada por el mismo Freud en términos narcisistas. La exigencia del falo no se resuelve ni por la vía del ser ni por la del tener. La cuestión de la feminidad no se resuelve por la vía del falo, o como más adelante de su enseñanza escribirá Lacan: «La esencia de la mujer no es la castración» (2016/1971-72; 45).

«Como vemos, las mujeres buscan de diversos modos arreglárselas con la falta estructural, irreductible, que Freud advertía pero que lo confrontó con sus propios límites. No supo qué hacer con ese punto que el falo no alcanzaba a cubrir» (2011b; 114)

La sexuación en Lacan

Tal como hemos apuntado al final del apartado anterior, hay una etapa de la enseñanza de Lacan donde la definición de ambos sexos se da por su distinta relación respecto al falo. Esta etapa, coincide con lo que Lacan plantea en La significación del falo (1958), donde, ateniéndose a la función del falo, trata de señalar las estructuras a las que están sometidas las relaciones entre los sexos. Ahí donde Freud se contentaba con el binomio tener o no tener el falo, Lacan hace girar las relaciones entre los sexos en un ser y en un tener el falo. Plantea esa relación a través de lo que sitúa en el campo de la comedia, mediante la que tanto una como la otra posición sexuada tratan de relacionarse con el significante del falo: el hombre se situaría del lado del tener, y por lo tanto tendría que protegerlo, mientras que la mujer se situaría del lado del ser a través de lo que denominará la mascarada. «Esto por la intervención de un parecer que se sustituye al tener, para protegerlo por un lado, para enmascarar la falta en el otro, y que tiene el efecto de proyectar enteramente en la comedia las manifestaciones ideales o típicas del comportamiento de cada uno de los sexos, hasta el límite del acto de la copulación» (2006/1958; 674). La cuestión entre los sexos es afrontada a través de la apariencia, es decir, del semblante y es por eso, por definir las posiciones sexuales a través de la sustitución en el registro del ser y tener, que Lacan puede afirmar que las posiciones sexuales son metáforas. Sin embargo, en ese momento de su enseñanza, la definición de la mujer seguía teniendo que pasar por la mediación obligada del otro sexo. Todas las fórmulas para especificar el ser mujer hacen de ella el parteneire del hombre. «Todas, vemos, definen la mujer como relativa al hombre y no dicen nada de su posible ser en sí, sino solamente de su ser para el Otro (…) su ser propio queda como elemento forcluido del discurso» (Soler; 2015; 43)

No será hasta más adelante en su enseñanza, en el movimiento que culmina con las tablas de la sexuación presentadas definitivamente en el Seminario XX: Aún (1972), que Lacan abandona esa simetría y esa complementariedad de las dos posiciones sexuales sin prescindir por ello de la importancia de la función fálica, la primacía de la castración simbólica respecto a la sexualidad, hasta llegar a definir lo propio de la mujer más allá de su relación con el hombre.

Dado que el objeto de la pulsión sexual es fundamentalmente asexuado, es decir que la sexualidad en el ser hablante no está originalmente vinculada a una diferencia de los sexos, no encontramos una respuesta a la diferencia sexual más allá de la lógica fálica de la castración. Sobre la diferencia sexual, el inconsciente permanece mudo. «La sexuación, escribe Graciela Brosky en su texto Síntoma y sexuación (2011), depende de la acción del significante sobre el sexo biológico, y que sólo hay sexuación si un sujeto se inscribe de alguna manera respecto a la castración y su sigificante: el falo simbólico (phi)» (2011a; 48).

Lacan explica la castración simbólica como sacrificio de goce por acción del significante, que inscribe el goce que habita el cuerpo en goce fálico dotándolo de sentido. El goce fálico es localizado, limitado y fuera-de-cuerpo. Es el goce que la castración deja al ser hablante, correlativo a la falta goce y fundante del imperativo de goce del superyó. Es justamente por la intermediación del falo, que no hay relación sexual, pues éste la obtura al inscribir la falta correlativa a la entrada en el lenguaje del ser hablante. «Dado que la función es precisamente única, que siempre está en juego Φ de x, se engendra la dificultad y la complicación» (2016/1971-72; 93)

Hay una única función, la función fálica (Φx), para abordar la sexualidad en el ser hablante. Esta función, dirá Lacan, no es de tipo ordinario, es decir, que para adquirir significación precisa de los prosdiorismos, ya sea el existe o el no existe, o el todo o no-todo. Sólo en relación a ellos, la función toma significación. Dependerá de cómo el sujeto inscriba su cuerpo y su goce respecto a este significante que se posicionará del lado del hombre o de la mujer. Es en tanto la mujer se sitúa en el lugar donde no todo su goce pasa por el falo, en tanto es no-toda fálica, que Lacan afirmará que La mujer, acentuando el artículo determinado, no existe como universal. «No hay segundo sexo una vez que entra en función  el lenguaje» (2016/1971-72; 93).

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Jean-Claude Maleval, en el apartado de su libro La forclusión del nombre del padre (2002) dedicado a las tablas de la sexuación, lo explica diciendo que «la preminencia del falo es correlativa de un vacío en cuanto a la representación inconsciente de lo femenino» (2002; 113). Es por esa falta de representación inconsciente que se hace necesario el significante fálico para que el encuentro entre el hombre y la mujer sea posible.

Lacan, parte de su axioma no hay relación sexual, en tanto no hay complementariedad posible entre ambos sexos del mismo modo que no la hay entre el significante y el goce, que a través de la lógica introducida por Gottlieb Frege y las proposiciones aristotélicas, reduce el mito del Edipo a la lógica única de la castración y construye lo que llamará las tablas de la sexuación.

A través de ellas distingue entre los sexos por el modo en que el sujeto en cuanto variable (x) se inscribe en la función –en el sentido lógico- del falo, lo cual se escribe Φx (2002; 113). Del lado izquierdo queda la posición hombre y del izquierdo, el Otro sexo. La A invertida es el cuantificador universal, que denomina el para todos, y la E invertida, el cuantificador existencial, que podríamos traducir como hay por lo menos uno, la excepción. La negación, está señalada con una barra.

Si partimos del lado de la posición el hombre, vemos como el universal marca que todos los que están en esta posición están sometidos a la castración. Es decir que para los hombres (lo escribimos en cursiva para remarcar que se trata de una posición y no de una condición biológica), todo su goce está bajo la marca de la castración; todo su goce se inscribe como goce fálico. Sin embargo, para la lógica, sólo puede establecerse un conjunto, como en este caso lo establecemos al hablar de todos los hombres, si hay para él una excepción que haga función de limite suturador. «A partir de este “existe uno”, en referencia a esta excepción, todos los otros pueden funcionar» (2016/1971-72; 36). En este caso, es lo que se escribe como “hay por lo menos uno que no está castrado”. Lacan toma para ejemplificarlo el Padre de Tótem y tabú, el cual, en el mito, goza sin límite de todas las mujeres antes de ser asesinado por sus propios hijos. También a través de los dichos de las histéricas, en los que afirman la existencia de un Hombre capaz de burlar la castración. Así, el padre sería el único hombre verdadero, el único capaz de hacer frente a la castración. De lo que se deduce que ningún ser humano es capaz de sostener ese lugar. Ya Freud en El porvenir de una ilusión (1927), señala que el Padre de la horda primitiva es el prototipo de Dios. Y Lacan, siguiendo esa analogía nos recuerda que «crean ustedes en Dios o no –yo no creo, pero no importa, para quienes creen es lo mismo- conserven el huequito de su oreja que con Dios, en todos los casos, hay que contar» (2016/1971-72; 45), lo que lo sitúa como equivalente al número cero del cual surge el Uno contable. Es así, a través de la lógica propuesta por Frege que Lacan llega a esta excepción que supone el Padre. Lacan afirma que el “al menos uno no está sometido a la función fálica”, es una necesidad, y como tal, no puede ser más que un asunto de discurso. «Sólo hay necesidad dicha, y esta necesidad es lo que hace posible la existencia del hombre como valor sexual» (2016/1971-72; 45). Necesidad entendida como aquello que no cesa de escribirse, como aquello que produce el goce que haría falta que no fuese para que pudiera haber relación sexual y que es lo sustancial de la función fálica.

Lacan presenta la lógica, justamente como el arte de producir una necesidad. Y es por tener que producirla, que sólo puede concebirse que antes de ser producida era inexistente. Más, dado que se produce la necesidad desde el discurso lógico, la inexistencia se vuelve más bien suposición de inexistencia. Que no exista, «que el no-ser no sea, no hay que olvidarlo, la palabra lo carga a la cuenta del ser porque la falta es suya» (2018/1972-73; 75-77). La inexistencia, dirá Lacan, no se produce más que en après coup de ahí donde surge la necesidad. Una necesidad que se manifiesta como repetición.

«Un discurso, escribe en el Seminario XIX, es aquello cuyo sentido permanece velado. A decir verdad, lo que lo constituye está hecho de ausencia de sentido. No hay sentido que no deba recibir su sentido de otro» (2016/1971-72; 45). De esta manera, la función que cumple el Padre mítico puede entenderse a través de lo que Lacan llama la afirmación de su inexistencia, en relación a lo que Frege postula acerca del número cero como concepto vacío, y que es el concepto, dirá Lacan, no de la nada, sino de lo inexistente. El cero, como representación de la falta, como metáfora de lo inexistente, es lo que permite la metonímia de la serie de números, pues es aquello que, tomando el concepto que usa Miller en su texto La sutura (1966), sutura el discurso lógico dándole coherencia interna e independencia de la cosa. Solamente a través de un significante vacío que venga a representar la falta, puede ésta incluirse en el discurso suturándolo y permitiendo la significación. En este caso, lo que Lacan denomina la afirmación de inexistencia, el “al menos uno no castrado”, da coherencia al conjunto de los que sí que lo están, es decir, del hombre.

Es así, mediante la distinción en el nivel inferior de las tablas propuestas por Lacan, el nivel del universal, que se diferencian la posición del hombre y del Otro sexo: por un lado, el todo y por el otro el no-todo.

Así como Lacan escribe la inexistencia del Padre mítico, a La mujer, lo que le corresponde, es una ausencia. Es lo que corresponde a la escritura que encontramos situada arriba a la derecha de la tabla: No hay ninguna x que funcione como no castrada. Si la hubiera, habría coincidencia con el Padre, del mismo modo que si escribiéramos la negación sobre la función fálica, nos quedaría aquello que hemos llamado un hombre, “hay alguno que está castrado”. Podemos entonces definir los seres hablantes que se sitúan en la posición del Otro sexo a través de la proposición universal negativa, que señala que una mujer está no-todo en el goce fálico. Lacan argumenta que del hecho de que podamos decir que no-toda x se inscribe en Φx se podría deducir que hay una x que contradice a la función fálica. Aclara que esto sería así en el caso de que estuviéramos hablando de un conjunto finito. Más en el caso que nos ocupa, nos encontramos con el no-toda ya no como extensión, como finito, sino como conjunto infinito. «Cuando digo que la mujer es no-toda, y por eso no puedo decir la mujer, es precisamente porque pongo en tela de juicio un goce que, frente a todo lo que se engasta en la función Φx, es del orden del infinito» (2018/1972-73; 124). Su relación con la función fálica es entonces de contingencia, a diferencia de la posición del hombre, que mantiene una relación con el goce fálico de necesidad. «La raíz del no toda es que ella esconde un goce diferente del goce fálico, el goce llamado estrictamente femenino, que no depende en absoluto de aquél. La mujer es no toda porque su goce es dual» (2016/1971-72; 101). Este goce femenino no es complementario sino suplementario respecto al goce fálico, un goce que se sustrae de él, un goce más allá del falo que Lacan escribirá como goce del Otro. Éste deviene un goce enigmático, loco, no circunscribible, en tanto no está regido por el significante, no está prohibido, no está civilizado por efecto del Padre, no está limitado por él y es por eso que podemos hablar de un goce infinito. «La intervención del padre constituye el cuerpo como desierto de goce, y orienta al sujeto hacia el goce fálico, cuyo vehículo es el lenguaje.

Entonces el sujeto encuentra satisfacción, no en el cuerpo, sino por interposición del significante fálico, en un fuera-de-cuerpo, en el objeto de la pulsión» (2002; 116). Sin embargo, tal como hemos dicho, la mujer está no-toda sometida a este proceso. El goce del Otro es lo que se sustrae de esta operación. Por ello, dirá Lacan que es un goce de cuerpo. Es porque el ser hablante no mantiene una relación de posesión con el cuerpo, sino que éste le ex-siste, que Lacan puede decir que el Otro es el cuerpo. Ese Otro entonces es lo que goza de quien se sitúa en posición mujer. Lacan escribe esa relación con el goce del Otro como S(A barrada), es decir con la falta del Otro, en tanto es un goce que escapa de la acción limitante del significante. Es por ello que nada se sabe de ese goce, no se puede más que experimentarlo, tal como atestiguan los místicos. Lacan postula que no es sino aquello que llama Dios, lo que hace de soporte al goce femenino, del mismo modo que el Padre lo es del goce fálico.

Por otra parte, decimos que la mujer tiene un goce dual porque debido a la interposición del falo, se engancha al goce del hombre (Φ). Del lado del hombre, vemos como Lacan inscribe “S barrada” y Φ, que es el significante que, al representar la falta, hace de soporte al sujeto. El sujeto, tal como vemos en las tablas se engancha con el objeto a del lado del Otro sexo. Es así como Lacan escribe que el sujeto del lado masculino no tiene nada que ver con su pareja más que a través del “objeto a”. «Sólo por el intermediario de ser la causa de su deseo le es dado alcanzar a su pareja sexual, que es el Otro» (2018/1972-73; 97). Vemos así como para el hombre, el Otro sexo es Otro absoluto en tanto en él no encuentra más que el objeto a del fantasma, soporte del principio de realidad freudiano, que vela la imposibilidad de la relación sexual. De ese modo podríamos reescribir la duplicidad del objeto amoroso en el hombre, descrito por Freud en Sobre una degradación general de la vida erótica (1912), ateniéndonos a los elementos que encontramos en las tablas propuestas por Lacan: por un lado encontramos la vertiente sensual que estaría del lado de la relación con el objeto a ya comentada, y por el otro encontraríamos la vertiente de la ternura correspondiente a la elección de objeto primaria infantil, escrita en las tablas como Φ en tanto éste es el significante que viene a representar el deseo de la madre en la metáfora paterna.

El sujeto que se sitúa en la posición mujer, más allá de su sexo biológico, se emparejará con el hombre mediante dos modalidades diferentes. En primer lugar, bajo modalidad de objeto, tal como escribe Lacan en las tablas mediante la flecha que va del sujeto barrado del lado masculino, al objeto a del lado femenino, es decir, como aquello que a él le falta. De ese lado, una mujer busca hacerse amar. Para ello, la mujer interpreta el deseo masculino en tanto éste se dirige a un objeto de goce falicizado, y fetichiza su cuerpo para seducir. «La mascarada femenina ofrece un velo al hombre cuya función es calmar sus temores cuando ha de enfrentarse con la castración de la mujer» (2002; 118). En segundo lugar, es lo Lacan escribe como yendo del “La barrado” al Φ del lado del hombre, una mujer consiente el deseo del hombre en tanto aquello que ella busca está «del lado del órgano macho que el significante fálico transforma en fetiche y promueve el rango de plus de goce» (2015; 52). Es decir, que mientras que el hombre se encuentra a un Otro absoluto, la mujer se encuentra más bien con un hombre castrado.

Decir que las mujeres, en tanto no-todas constreñidas bajo el significante fálico que se encuentra en el fundamento del vínculo social, están menos dispuestas a sacrificar sus satisfacciones pulsionales al universal, no es sino una manera de decir aquello que Freud escribió respecto de su superyó más débil, pues en tanto son definidas por un goce más allá la función fálica, hay algo de ellas que queda fuera del reino de la represión. Es por ello que el hombre se ha afanado a lo largo de la historia en dictar reglas estrictas a la educación de las jóvenes como un intento de dominar por la vía del significante el goce enigmático de la mujer. Ellas, aún participar del goce fálico, poseen un goce de más, que las aparta de su partenaire dejándolas solas ante el goce del Otro. Esta definición de lo propiamente femenino que no necesita pasar por el hombre para definirse permite retomar la pregunta de qué quiere una mujer, desde otra óptica. Lejos de las aspiraciones del lado del tener o del lado del ser objeto de deseo para el hombre, encontramos en lo femenino un deseo definido como el equivalente, si no de una voluntad, al menos de un objetivo de goce (2015; 53). De un goce específico más allá del falo, que sobrepasa su voluntad dejándola a merced de ese goce no regido por el significante. Un goce que sin embargo hay que diferenciar del goce psicótico porque aunque ninguno de los dos está limitado por el significante, en el goce femenino sí que se encuentra el límite del goce fálico, en tanto como no-toda, tiene un goce dual.

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