High life: Los límites del reciclaje
High Life (Claire Denis, 2019) es una película sobre los límites del reciclaje, es decir, sobre el sexo. Los residuos humanos de la sociedad, los desechos, los condenados a cadena perpetua, son enviados al espacio en busca de un agujero negro del cual extraer energía ilimitada para los que se han quedado en la Tierra. Viajan en una nave espacial a la velocidad de la luz, por lo que sus cuerpos prácticamente no envejecen. La nave recicla los residuos de los tripulantes para transformar sus heces y sus micciones en agua potable. Nada se tira, todo se vuelve a usar en un circuito cerrado para el que tan solo hay una ley: los miembros de la tripulación no pueden mantener relaciones sexuales.
Para saciar sus apetitos disponen de una fuckmachine que se nos presenta como un gran consolador muy superior al mismo sexo. Sin embargo, en ese circuito cerrado algo falla. Es cierto que casi no envejecen, pero en ese casi aparece el residuo por excelencia: la muerte. Ante ella también el remedio por excelencia: la reproducción.
Tal como Freud explica en Mas allá del principio del placer (1920), la sexualidad está emparentada con la muerte puesto que, así como en la reproducción asexual las células se dividen sin que por ello muera el individuo, en la reproducción sexual se da vida a un tercero que no por ello salva de la muerte individual a sus progenitores.

Podríamos pensar que la única ley que rige la vida en la nave, la prohibición de mantener relaciones sexuales entre sus tripulantes, apunta a que no se produzcan los restos que comporta la muerte en la sexualidad. En efecto, es cuando se transgrede esa norma cuando en la película aparece por primera vez la muerte. La doctora Dibs, interpretada por Juliette Binoche, trata de crear vida mediante la donación de semen de los tripulantes varones y la inseminación de las tripulantes hembras. Podemos leerlo como un intento de proseguir la vida por medio de la técnica científica prescindiendo de la siempre problemática interjección de la sexualidad. No obstante, vemos como sus primeros intentos fracasan desembocando inevitablemente en la muerte.
Uno de los puntos fuertes de la película es, sin lugar a dudas, su economía narrativa. Ejemplo de ello es la descripción que se hace de la biografía del personaje principal, Monte, interpretado por un magnífico Robert Pattinson: Fue criado por un perro / Una amiga mató al perro / Él mató a la amiga. Con estos simples trazos se dibuja una personalidad donde la crueldad va a la par al amor por el animal con el que se crió. La figura del perro, como veremos más adelante, no es baladí.
Con la misma sutileza narrativa escuchamos como Monte le cuenta el tabú del incesto a un bebé que más tarde sabremos que es su hija: no se debe reintegrar tu producto. Ésta es la otra cara del tabú del incesto: no te acostarás con tu madre para el hijo, no reintegrarás tu producto para la madre. La primera parte del tabú queda velada. Quizás no la necesitan porque ya no hay madres en la nave. Es obvio, no obstante que el tabú que Monte explica es inasumible si quieren seguir vivos en la nave. La parte velada irá tomando importancia a lo largo de la cinta.
El personaje de Monte es el único que respeta la ley. El único, además, que no pudiendo acostarse con sus congéneres, no le encuentra sentido a usar la fuckmachine para satisfacer sus pulsiones. Sólo aquél que respeta la ley será capaz de crear vida. Para que eso suceda, no obstante, no bastará el anhelo reproductivo de la doctora Dibs, sino que deberá intervenir su deseo, su cuerpo. Un cuerpo deseante que servirá de mediador entre el esperma de Monte y la matriz de Boyse, interpretada por Mia Goth.
Las elipisis en este fragmento de la cinta se suceden milagrosamente. En la siguiente escena después de la inseminación, aparece Boyse llorando y tocándose los pechos bañados en leche mientras la doctora ríe con un bebé en brazos. Justo después la muerte hace acto de presencia y uno tras otro van cayendo dejando a Monte y al bebé solos en la nave. En la escena siguiente, vemos como éste despierta con una chica joven tumbada a su lado en la cama. La echa. Ve que hay sangre en la sábana. La chica tiene los muslos manchados. Ya está en edad de poder concebir. El bebé ha crecido, y a solas con su padre en medio del espacio, resuena el tabú balbuceado por Monte al inicio de la película.
Tanto el tema del tabú como la manera en cómo el protagonista se acoge a la ley, nos remite al mito que Freud elaboró en su texto Tótem y tabú (1913). En él, el padre de la horda primitiva goza de todas las mujeres antes de que sus hijos acaben con él y dicten la ley del incesto que permitirá fundar la sociedad. Si creemos en las palabras del protagonista y pensamos que efectivamente ha sido criado por un perro, es curioso ver cómo el único que puede acogerse a la ley, el único que puede reprimir sus impulsos sexuales y agresivos, el único que puede dar vida, proviene de un progenitor de otra especie, de un animal, de un perro. Encontramos en ello ciertas reminiscencias de las organizaciones tribales descritas por Freud, en las que las sociedades se organizaban por clanes presididos por el tótem de un animal sagrado, del cual supuestamente la tribu descendía y que vendría a representar al padre mitológico de la horda primitiva asesinado por sus descendientes. Podríamos pensar que en una sociedad tan alejada a esta instauración de la ley, donde ya no se toleran los restos y el imperativo no es tanto el respeto de la ley sino su misma transgresión en un afán ilimitado de goce, aquél que se encuentra más cerca de su instauración es el único que puede acogerse a ella. A su vez, vemos cómo, más adelante, en una escena fabulosa donde padre e hija se topan con una nave igual que la suya perdida en el espacio y esperan encontrar en ella otros humanos, lo único que hallan es una jauría de perros viviendo en la inmundicia. Parecería que en esta escena los humanos y los perros quedan asemejados. Más significativo aún es cuando un poco más adelante, Monte le dice a la hija: “Vamos a alimentar al perro”. Es extraño, porque Monte se acaba de negar a quedarse uno de los cachorros encontrados en la otra nave tal como le hija pedía que hicieran. Descubrimos un instante después que al perro que tienen que alimentar es a la misma nave, ante la que cada día tienen que pasar un informe en una supervisión sin fin: un perro con un hambre que nunca cesa, que remite a ese viejo padre de la horda primitiva, y que, si nos acogemos a la biografía de Monte, éste respeta como si de su tótem se tratara.
Monte, no obstante, el único que puede contener su hambre, varias veces se siente tentado de acabar con su vida y con la de la pequeña. No lo hace. No sabe por qué pero no lo hace. El tabú funciona. Hay que seguir adelante. Adelante, sin embargo, sin transgredir la prohibición de acostarse con su hija, hecho que deja la posible descendencia de la nave, la vida en ella, y por lo tanto, muy probablemente, de la especie humana, muy en entredicho, pero que sin embargo dota el resto de sus vidas de cierta dignidad, de cierto orden. Una ley aliena a la naturaleza, a los instintos e incluso a la pervivencia de los genes por la vía reproductiva. Una ley que sin embargo da la posibilidad de armar un lazo entre ellos. Un lazo entre padre e hija que perdura hasta el final de la película. Un final al que ambos eligen adentrarse. Con tranquilidad. Agarrados de la mano. Sin escafandra y sobre fondo negro. El nombre del padre ha permitido llegar hasta allí. No ha servido más que para llegar a la muerte. Para llegar al lugar donde el reciclaje insaciable se diluye.