Cuerpos desgarrados: reflexiones sobre la guerra
Hay algo en la guerra que atraviesa el cuerpo. Los cuerpos muertos se fragmentan en la batalla, dejan de tener consistencia, dejan de ser 1 o al menos ese uno del lenguaje que se ha construido en la fase del espejo. Cabría preguntarse, sin embargo, si en algún momento el cuerpo fue uno. Tal como explica Foucault (2010) en su texto “El cuerpo utópico”:
El cuerpo es el punto cero del mundo, allí donde los caminos y los espacios vienen a cruzarse, el cuerpo no está en ninguna parte: en el corazón del mundo es ese pequeño núcleo utópico a partir del cual sueño, hablo, expreso, imagino, percibo las cosas en su lugar y también las niego por el poder indefinido de las utopías que imagino. Mi cuerpo es como la Ciudad del Sol, no tiene un lugar, pero de él salen e irradian todos los lugares posibles, reales o utópicos. (p.16)
Más adelante, en este mismo texto, Foucault señala como los griegos carecían de una palabra específica para referirse al cuerpo vivo, y como hacen alusión a “brazos levantados, pechos valerosos, piernas ágiles” (p.16) pero no a cuerpos en su totalidad. No obstante, para los cadáveres sí existía una palabra: “nekros”1. Sería la muerte y el espejo, el lugar donde se ubicaría un cuerpo, pero como inalcanzable, ya que nunca podemos experimentar la muerte, ni podemos ser la persona del reflejo. Tomando a Lacan, podríamos hablar de un tercer lugar donde aparecería el cuerpo: el lenguaje, que tendría algo de mortificante y de especular. En este sentido, habría que ver si realmente en estos lugares existe una unidad o si precisamente es el intento de mostrar como entidad unificada lo irrepresentable, lo que desencadena en el sujeto lo traumático. Es quizá en la guerra que aparece esa extrañeza ante el cuerpo unitario, el cuerpo muerto. Cuerpo similar al nuestro, pero que no lo es, ese “hermano” del que hablaba Maximov (2023), que aparece ante nosotros, mostrándonos algo que no acaba de encajar: un cuerpo fragmentado, desmembrado, sin alguna parte, sin vida, sin alma, que en su separación muestra lo uno. Esto nos cuestiona nuestra identidad. Quizá sea eso lo traumático de la guerra, lo real que acontece. Aunque también habría otra cosa que nos muestra la guerra. Algo de lo que tampoco queremos saber nada: la prueba de que hay una pulsión de muerte en nosotros. En la guerra alguien ha llevado al límite su goce en el otro y el resultado es la muerte de alguien en ese goce. Pero ese alguien puedo ser yo y eso me confronta.
Ahora bien, al igual que se fragmenta la unidad del cuerpo, también lo hacen los edificios, los territorios, las patrias, la temporalidad, la historia; en definitiva, todo aquello que da consistencia simbólica e imaginaria al mundo del sujeto neurótico. El Otro muestra su castración, lo real hace acto de presencia y los discursos muestran sus fallas para representar lo que está sucediendo. Aparece el trauma original del lenguaje, haciendo que el sujeto viva en un real sin posibilidad de realidad, y todo eso hace que, para algunos sujetos, la neurosis quede relegada a un segundo plano. El traumatismo acontece, pero no hay un S2 que lo ligue a la cadena significante. Es por eso por lo que, algunos sujetos “se curan”, o bien, no se ven tan afectados por su neurosis. De alguna manera, la irrupción de lo real hace desaparecer las formaciones del inconsciente. Los miedos pierden el sentido que tenían. Lo que están viviendo ahora está por encima de todo eso, no corresponde a lo imaginado, pero tampoco existen aún nuevas palabras para representarlo. El sujeto está pendiente de su supervivencia. En otros casos, ante esta nueva falta simbólica, la muestra de lo real y/o la aparición de una nueva realidad, los sujetos advierten que no pueden estructurar su mundo con el fantasma que antes les daba consistencia, haciendo que surja en ellos nuevas cuestiones vitales: muchas de ellas relacionadas con la muerte y el sentido de la vida.
Entonces, ¿qué papel le queda al ser humano ante el acontecimiento de la guerra?
No hay una única manera de responder a esta pregunta, pero no hay que olvidar que la guerra no tiene porqué acabar con la muerte, sino que los restos, la basura, la mierda, tal como explica Bassols (2021), también son “fértiles” (p.61), y que podemos replantarlas con semillas que no engendren de nuevo lo real de la guerra. Una posible semilla es la que toma el psicoanálisis: mantenerse en un lugar de resistencia, de periferia, desde el cual analizar e ir en contra de las prácticas discursivas que vehiculizan la violencia y desde dónde formar una sociedad sin patria, una nueva sociedad de outsiders que tenga como centro la clínica por la vida. Una clínica basada en el amor de transferencia que permite al sujeto ubicar algo de su vitalidad y de su subjetividad en el centro de su quehacer diario para no acabar aplastado ni por el real de la guerra, ni por la realidad discursiva. Una clínica que transcienda el acontecimiento y permita formar una nueva realidad basada en la experiencia de cada uno y no en imposiciones externas. Y así, tal y como decía Foucault (2010): “también el amor, como el espejo y como la muerte, apacigua la utopía de tu cuerpo, la hace callar, la calma y la encierra como una caja, la clausura y la sella. […] porque, en el amor, el cuerpo está aquí.” (p. 18) Y añadiríamos que el psicoanálisis la sella de una manera que nos permite vivir nuestra subjetividad sin matar ni morir por ella.
Notas
Foucault, M. (2010). El cuerpo utópico: Las heterotopias. Nueva visión.
Maximov, A. (2023, 30 de septiembre). Fragmentos sobre la guerra. tActe Barcelona. https://tactebarcelona.com/fragmentos-sobre-la-guerra/
Bassols, M. (2021). Jacques Lacan: LITURATERRA. Días Contados.