Tendiendo puentes entre el psicoanálisis y la ciudad

Enfermos globalizados: la cara cultural de los síntomas

Actualmente podemos listar una serie de “enfermedades mentales” cuyas concepciones son de dominio público: anorexia, trastorno de estrés postraumático (TEPT), trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH), trastorno del espectro autista (TEA), etc. Podríamos afirmar que dicho listado forma parte del vocabulario coloquial de la gente común y no así sólo de profesionales especializados. La prensa, los medios de comunicación, redes sociales e incluso campañas de psicoeducación han fomentado que dichos nombres o siglas de enfermedades mentales se popularicen enormemente. Por lo tanto, si seguimos la misma lógica, también podemos afirmar que existen enfermedades mentales que son más populares que otras y que dicha popularidad también varía de acuerdo a la época y el lugar geográfico.

“Melissa” de Ignacio Frías Canedo.

En primer lugar, podemos tomar como ejemplo a la histeria, que durante el siglo XIX ocupó un lugar especial en la cultura europea y fue popularizada por las presentaciones escritas y fotográficas que impulsó Charcot en su servicio en La Salpêtrière. La histeria contenía variados síntomas que implicaban impedimentos en el habla, la memoria, parálisis motrices, etc. Y tal fue su popularidad que numerosos médicos se hicieron un nombre en el medio social gracias a sus descubrimientos y aportes sobre dicha enfermedad (Zarranz, 2016). Sin embargo, Watters (2010) señala que mientras más se popularizaba dicha enfermedad en los medios de comunicación de la época, mayor número y más variados casos se presentaban en los despachos de dichos médicos. Este fenómeno sugiere cierto efecto de modificación de los síntomas, e incluso tal vez ‘contagio’ de ellos. A medida que más se popularizan los descubrimientos sobre las raíces inconscientes (o culturales) de ciertas enfermedades mentales, mayor es el número de casos que reciben los servicios especializados en esa temática.

Por otra parte, en un contexto más actual, Watters (2010) describe la interesante proliferación de la anorexia en Hong Kong durante los años 90. Describe que a inicios de la década los casos de anorexia eran muy poco comunes y los pocos que había no coincidían con los indicadores diagnósticos que el DSM postulaba. Los casos estudiados durante esos años no concordaban con lo que era normal para EEUU; no eran jóvenes con dinero que se percibían obesas a pesar del bajo peso o que rechazaban la comida controlando el valor alimenticio de lo que ingerían. Al contrario, los casos de Hong Kong se trataban de jóvenes provenientes de aldeas pobres que repentinamente perdían el apetito, sentían dolores en la garganta o estómago y de tal modo dejaban de comer. Dichos casos sorprendentemente se parecían mucho a las descripciones de la histeria del siglo XIX que dieron inicio a las primeras conceptualizaciones de la “Anorexia histérica” de Laségue en 1873 (Watters, 2010, párr. 3.71).

Sin embargo, estos pocos casos atípicos pronto desaparecieron cuando en las noticias de la ciudad se difundió el caso de una joven que murió en la calle por anorexia. Después de la influencia mediática de ese caso, las instituciones educativas, médicas y medios de comunicación propagaron la ‘explicación americana’ de lo que es dicha enfermedad. Entonces se dijo que dichas jóvenes enfermaban debido a la influencia de los cánones de belleza que exigen un cuerpo delgado y que se relaciona con las conductas de riesgo características de la adolescencia. Los propios médicos psiquiatras de Hong Kong, que utilizan el DSM como instrumento diagnóstico, buscan en sus pacientes indicios que señalen que su percepción de la imagen corporal esté distorsionada y otros criterios que rara vez coincidían con sus pacientes chinas. Lo que sigue fue sorprendente, bastó un par de años después que la anorexia entrara en el ojo publico de la ciudad para que de pronto los servicios de salud mental se atestaran de jóvenes anoréxicas al estilo americano. 

Hay efectivamente un efecto de ‘exportación’ de las enfermedades mentales que implica el uso generalizado del DSM en todo el mundo. El Manual Diagnostico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría (DSM) es un proyecto que lleva más de 70 años de existencia y que en sus últimas versiones funciona bajo una serie de criterios que agrupan las enfermedades mentales según la “fiabilidad entre jueces”. Justamente el DSM opera según observaciones superficiales de la conducta de las personas y las clasificaciones de sus trastornos varían arbitrariamente. Tal es la opinión de Thomas Insel, quien fue director del NIMH durante la publicación de la quinta versión del DSM (Laurent, 2014). Sin embargo, no es sólo su falta de validez científica lo que llama la atención, sino también el poder ideológico y la influencia que tiene sobre todo el mundo en la actualidad. Tal pareciera que las enfermedades mentales funcionan como una profecía de auto cumplimiento: “busca y encontrarás”.     

El DSM busca que las descripciones de la sintomatología de cada trastorno sean objetivas y constantes. En otras palabras, que los síntomas puedan ser encontrados en todos los pacientes para que así un trastorno pueda ser diagnosticado como tal y de tal modo su clasificación tenga un carácter de universalidad. Sin embargo, eso implica dos consecuencias a) la idea que los trastornos no son afectados por las creencias culturales y b) las manifestaciones de estos trastornos no comprenden variables socioculturales. Este razonamiento nos lleva hacia ciertas encrucijadas y es a través de dichas cuestiones que podemos arribar a las siguientes preguntas: ¿Qué efectos traen las ‘epidemias’ de trastornos mentales en el sujeto? ¿Cuál es la influencia del factor cultural sobre los síntomas? ¿Qué es lo que se ‘comparte’ y lo que no, cuando se trata del síntoma para un sujeto?

Las etiquetas diagnósticas forcluyen al sujeto

Laurent (2014) explica que el efecto de la hegemonía del DSM es el abandono. Es decir, es una lógica que provoca el abandono de la clínica clásica y abandono a los pacientes en las prisiones, la calle y a la medicación excesiva. La crisis del DSM consiste en que primero crean un diagnóstico que etiqueta, abandona y medica a la población (con todas las ganancias económicas que implica) y después de pocos años se hace evidente la inflación de la prevalencia de ciertos diagnósticos cuando la burocracia sanitaria colapsa en los estados. A continuación, los tecnócratas de la salud se dan cuenta de los inconvenientes que causaron e intentan reducir las tasas de aquellas “epidemias” que son estadísticamente alarmantes.

Para reducir las tasas de diagnósticos recurren a modificar los criterios que componen al trastorno, pero fallan al constatar que los sujetos han quedado anclados a una etiqueta diagnostica que les trae beneficios. Así vemos los casos de adultos “hiperactivos” que han desarrollado adicción a las anfetaminas o sujetos “asperger” que tienen acceso a beneficios sociales o programas de educación especial. La clínica psiquiátrica actual se trata de una clínica que forcluye al sujeto (Laurent, 2014, pág. 6) en tanto es reemplazada por los trastornos de personalidad. Si seguimos la lógica que este modo de patologizar la vida cotidiana, alcanzamos una conclusión sobre la época actual: la ausencia de límites nos empuja a vivir la pulsión de forma superyoica y el efecto de ello es patologizar los excesos de nuestro temperamento, rasgos de personalidad y modos de gozar (Laurent, 2014, pág. 6). 

Por otro lado, este fenómeno tiene su reverso. El efecto de “contagio” y de “etiqueta” que implican las categorías de síntomas y trastornos en la actualidad deja espacio a lo que Lacan llamó “la subversión del sujeto” en 1971. Es decir, que si bien la clínica psiquiátrica actual forcluye al sujeto, este siempre tiene la posibilidad de enseñar la otra cara de los significantes con que es nombrado (Laurent, 2014, pág. 7). Las historias de vida de los sujetos que acuden al analista están plagadas de estos significantes que provienen del medio biomédico, sociocultural y político. Los pacientes hacen un uso subversivo de estos significantes al hablar de los efectos que trae el identificarse a ellos y es trabajo del analista cernir la particularidad del modo de goce que corresponde al sujeto.

En consonancia con lo antes expuesto, se puede comentar la noción de “efecto de bucle” que explica Ian Hacking (2007) y tiene que ver con el hecho que cuando se etiqueta a una persona, ella se adueña de dicha etiqueta y también la reivindica. Los discursos políticos, científicos y sociales clasifican a la gente en “tipos de personas”; si bien esto se trata de un mecanismo de control y segregación, rápidamente los sujetos se adueñan de dichas clasificaciones y se sienten representados por ellas. Entonces, si una ciencia estudia cierto “tipo de personas”, estas personas ya no vuelven a ser las mismas después que fueron clasificadas por los científicos. El bucle ocurre en tanto, el objeto de estudio ha cambiado gracias el investigador y en consecuencia se debe acudir a una nueva clasificación para describir a ese nuevo “tipo de persona” (pág. 9).     

La cultura como un molde para el síntoma

Freud pensaba que adherirse a la cultura significaba asumir ideales y a la vez renunciar a ciertos modos de satisfacción. En ese sentido, la comunidad está formada por subjetividades agrupadas en relación con el Otro. El consentimiento al orden social produce un goce subjetivo y es aquello a lo que Lacan llamó factor c (Tizio, 2017, pág. 56). El factor c es una característica constante en el medio cultural y tiene una función de desconocimiento para el sujeto. En ese sentido también podríamos afirmar que el factor c contribuye a modificar el modo en que las personas se presentan y actúan. Es la misma lógica de la noción de “making up people” de Hacking, porque se trata de la influencia de los discursos políticos, científicos y sociales sobre los sujetos y cómo ellos quedan identificados a sus síntomas. Un ejemplo claro es el ocurrido con el trastorno de personalidad múltiple que ha obtenido cierto incremento en los Estados Unidos (Hacking, 2007, pág. 9).

El síntoma para el psicoanálisis, en parte, funciona como un mensaje que requiere ser descifrado para que ocurra una cura. La primera enseñanza de Lacan, que corresponde con lo que Miller llamó el “paradigma de la satisfacción simbólica” (Miller, 2003, pág. 221), desarrolla la función del síntoma como algo a ser descifrado por medio de la palabra. Es la época de la predominancia del eje simbólico: la palabra y el lenguaje son los polos por el cual el sujeto está inmerso en el Otro. Dicho de otro modo, el síntoma es una formación del inconsciente y como tal, funciona como un jeroglífico que el analista y el analizante deben descifrar por medio de la interpretación. Freud comprendió que los síntomas histéricos son una formación sustitutiva que vienen en lugar de una satisfacción pulsional que no pudo ser tramitada anteriormente. Sus interpretaciones buscaban hacer visibles esos recuerdos de incidentes sexuales que quedaron reprimidos y se volvieron patógenos; en suma, pretendía conectar los eslabones de recuerdos que causaban un conflicto a nivel inconsciente (Freud & Breuer, 1893-95, pág. 155).

¿Por qué la histeria mutó a lo largo de los años hasta desaparecer de las clasificaciones patológicas actuales? Watters (2010) señala que fue su propia popularidad la que la llevó a su caída, en tanto dejó de ser un enigma para los médicos de la época y por lo tanto ya no servía para comunicar la tensión subjetiva de las pacientes (párr. 3.166). Podríamos asumir que Freud también tiene un grado de participación en este fenómeno; y que lo mismo ocurrió con las grandes interpretaciones edípicas de los primeros años de creación del psicoanálisis y cómo estas dejaron de tener los mismos efectos mientras Freud avanzaba con su teoría. Si pensamos al síntoma de su vertiente de mensajero, acordamos que se trata de una especie de pedido de auxilio a quien sea capaz de descifrar el enigma. La histeria dejó de ser enigmática para los médicos y la sociedad, es de ese modo que la histeria perdió la notoriedad que tuvo por tanto tiempo. Hoy es difícil encontrar casos de parálisis histéricas al estilo de Anna O. y la prevalencia de la histeria disminuyó tanto que el actual DSM V ya no la contempla en su clasificación. Seguramente lo mismo ocurra algún día con la anorexia.

El acceso al goce es a través del Otro

Es tentador pensar que compartimos el mismo rasgo cultural que une goce y sentido igual para todos. Sin embargo, Lacan plantea al factor c como algo que está al medio entre lo compartido y lo individual; es decir, compone parte del litoral entre ambas fronteras. Si bien el factor c regula de forma más o menos común algunas condiciones mínimas de goce; como lo puede ser la delgadez y la belleza para las mujeres de una sociedad, eso no significa que regule el goce singular de cada mujer que se convierte en anoréxica. El síntoma, en una concepción estricta para el psicoanálisis, es donde aparece aquello de lo más singular del sujeto. Impide estar en una instancia de goce compartida por el discurso del Amo y choca contra él.

En ese sentido, podemos pensar que el discurso capitalista; en su versión globalizada que propone cánones de moda, belleza y diagnósticos de enfermedades mentales, genera una forma de plus de goce que puede ser compartida más o menos bajo el paraguas de la ‘anorexia’. Pero en el fondo, lo que aquel discurso oculta es el desconocimiento del goce que hizo que tal o cual paciente enfermase. Entonces, ¿por qué si un síntoma se pone de ‘moda’ incrementa la prevalencia de el mismo síntoma en una determinada región y época?

Esto ocurre debido a que no hay acceso más directo al goce que el que se puede obtener a través del Otro. El goce del propio cuerpo es siempre opaco para cada uno y no hay acceso directo a ese goce del cuerpo. Lacan plantea que la respuesta a esa otredad de la relación de cada uno con su propio goce es el amor. En ese sentido, el síntoma del neurótico sería la ausencia del Otro, de un Otro que está hecho a imagen y semejanza de uno mismo. Motivo por el cual no puede desprenderse de la demanda, en tanto son los signos de amor del Otro. Así la identificación al síntoma del otro es una manera de acceder a ese goce del propio cuerpo que en principio no se puede obtener.

Conclusiones

Pensar en la cara cultural de los síntomas nos conduce a una suerte de noción de “enfermos globalizados” de la época actual. Hablamos de adultos ‘bipolares’ o niños ‘autistas’ que pueden ser estudiados, diagnosticados y medicados bajo los mismos parámetros en Nueva York o en Shanghai. Evidentemente podríamos pensar que sólo existen las epidemias de trastornos mentales porque estas son originadas a partir de las clasificaciones que las mismas instituciones biomédicas proponen, pero es más interesante concluir que existe cierto nivel en el que los síntomas ‘se comparten’ dentro de una comunidad (ahora globalizada). Aquello es a lo que Miller nombró como “comunidades de goce”, espacios donde se sacrifica algo del goce individual a cambio de identificarse a un rasgo tomado de un modo de satisfacción. Ahí están los depresivos con sus psicofármacos, los autistas con sus beneficios sociales, etc.

Estamos tratando un modo –distinto al que Freud estudió en su época– de tener un fenómeno de grupo. Ya no se trata de los ideales sino de compartir rasgos de nuestros síntomas y personalidades patológicas. La cara cultural de los síntomas tiene que ver con ese fenómeno de bucle en el cual: primero, un discurso etiqueta y clasifica a un sujeto; segundo, el sujeto desarrolla los rasgos del síntoma que el discurso describe y tercero, lentamente el síntoma se modifica y se trasforma en uno nuevo que no pueda ser explicado por el primer discurso que lo que clasificó. Tal es el caso de la histeria en el siglo XIX que progresivamente tuvo sus variaciones clínicas hasta llegar a lo que hoy se entiende como la anorexia nerviosa. La historia de la psicopatología funciona bajo esa misma lógica, los significantes Amo comandan nuestras formas de enfermar, pero es deber de la clínica diferenciar lo que es ‘común’ en la época de lo que es el goce singular del sujeto.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Freud, S. & Breuer, J. (1998). “Estudios sobre la histeria” (Obras completas, Vol. 2). Buenos Aires, Argentina: Amorrortu. (Originalmente publicado en 1893-95).

Hacking, I. (2007). Kinds of people: Moving targets. En Proceedings-British Academy (Vol. 151, p. 285). Oxford University Press Inc.

Laurent, E. (2014). La crisis post-DSM y el psicoanálisis. Látigo Lacaniano, disponible en http://www.latigolacaniano.com/textos.html.

Miller, J. A. (2003). Paradigmas del goce. En: La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica (pp. 221-241). Buenos Aires: Paidós.

Tizio, H. (2017). El factor cultural. El factor c. Freudiana. 81. 2017: 55-59.

Watters, E. (2010). Crazy like us: The globalization of the American psyche. Simon and Schuster. [Ebook]. Zarranz, J. J. (2016). Bourneville, Charcot y la histeria: una carambola administrativa de efectos duraderos. Neurosciences and History, 4(1), 13-20. Disponible en: https://nah.sen.es/vmfiles/abstract/NAHV4N1201613_20ES.pdf

Comentarios (1)

  • Irene Domínguez

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    Un recorrido muy interesante. Creo que habría que reeler de otro modo la tercera identificación freudiana, porque de alguna manera da alguna clave del factor c y de la pregunta que recorre tu trabajo. Una lectura por así decirlo, más allá del Edipo.
    Excelente texto!! Felicitaciones!!

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