Leer el amor en la fábula de la guerra: un no sé qué y un balbuceo místicos
El poeta danés Ivan Malinowski, en El corazón del invierno (1980), rinde su poema “Diez tesis sobre la correcta relación de las cosas”, cuya séptima analiza esta noción griega: pólemos (πολεμος), “guerra” (krig). En los fragmentos 53 y 80 de Heráclito (siglo VI a. C.), Pólemos (Πόλεμος) es un principio universal: padre común de todas las cosas y todos los seres, mantiene en perpetua oposición y contienda el orbe, donde la única justicia sería el fuego de la discordia y su necesidad, una eterna guerra que inaugura la historia. Integrando tales fragmentos al 8, el 10 y el 51, la guerra heracliteana se entiende en concepto de unidad metaforizada, el “ek pánton én kaí ex enós pánta” (ἐκ πάντων ἓν καὶ ἐξ ἑνὸς πάντα), “de todo uno y de uno todo” (fragmento 10): las fuerzas en tensión que, como en el arco y la lira, se acoplan en la armonía. Cabría pensar en esa armonía secreta que, en el fragmento 54, Heráclito intuye superior a la evidente: habría en la guerra algo muy oculto que tira al deseo no de mero odio, sino de otra cosa. Por eso Malinowski, que hubo resistido la ocupación nazi en Dinamarca, divisó para “guerra” un significante inmanifiesto: “atracción” (tiltrækning) e incluso “amor” (kærlighed), porque en la guerra los polos siempre están funcionando con rotunda mutua dependencia, tendiendo al Yinyang, que sugeriría más un coito (samleje) que un campo de batalla (slagmark).
Pero el amor ¿tensa tanto como lo hace la guerra? El caso nos exige una nota sobre el éros (ἔρως) desde la Grecia mítica hasta la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud y de Jacques Lacan.
Hesíodo, al darnos en Teogonía (siglo VIII a. C.) la mención más antigua de Eros (Ἔρος), lo llama el “lysimelís” (λυσιμελής), el “afloja-carnes”, la fuerza que excita y relaja las carnes en aras del acto sexual básico. Pero Homero en Ilíada y Odisea (siglo VIII a. C.) utiliza esa palabra para mostrar el momento en que el guerrero descuida su cuerpo y cae muerto: entre los griegos, “lysimelís”, espléndida ambigüedad, sería un vocablo que designa por igual el relajo erótico y el peligro mortal de distraer el cuerpo y exponerlo. Su raíz lýein (λύειν) significaba “aflojar”, “desatar”, “liberar”, que Homero emplea para aludir a los actos de matar o morir, y que Platón (siglo IV a. C.) retoma en Gorgias y Fedón para hablar del hecho de venir la muerte y en República, de dejar la cárcel. Por cierto, cuando Hesíodo, al inicio de Teogonía, dice que Eros nace de la nada, lo liga a otro nacimiento espontáneo: el de Tártaro (Τάρταρά), el tópos (τόπος) o lugar adonde van a dar los muertos al abandonar la vida biológica. El Eros y el Tártaro hesiódicos brotan, así, juntos.
El éros (ἔρως) siempre abre consigo metáforas de la fatalidad. En “Manuscrito F. Recopilación III” (1894), Sigmund Freud, en carta a su amigo Wilhelm Fliess, refiriendo un caso de melancolía, cita el famoso adagio latino “Omne animal post coitum triste est”: “Todo animal post coito triste queda”, que tiene una larga tradición y expresión. Aparece por primera vez en un comentario de Juan Murmelio (1514) a su edición de Consolación de la filosofía (1511) de Boecio (siglo VI), quien decía que los placeres sexuales nos alzan antes de satisfacerlos, pero luego traen pena al evocar los deseos ya apagados, ausentes: “Tristes vero esse voluptatum exitus, quisquis reminisci libidinum suarum volet, intelleget” (III, 7), “Triste en verdad es el resultado de los placeres, cualquiera que quiera recordar sus deseos, lo entenderá”. El tema tendría sus fuentes en los Tratados hipocráticos (siglos V y IV a. C.), Aristóteles (siglo III a. C.) y Séneca (siglo I), quienes lo tomaron en función orgánica. Pero está igualmente en los Problemas (siglos III a. C. a VI d. C.) de los seguidores de Aristóteles, en que el abatimiento físico post coital consistiría en un asunto más psíquico que corporal, llamando “áthymóteroi” (άθυμότεροι), “desanimados”, a los afectados. Ahí habría antecedente del empleo psicológico que Freud traza de la frase “Omne animal post coitum triste est”.
En Más allá del principio del placer (1920) de Sigmund Freud, Eros el “lysimelís” (Ἔρος λυσιμελής) será la pulsión de vida (Lebenstrieb): el Eros “afloja-carnes” hesiódico, que surgía al tiempo que la topología del Tártaro, en la dimensión tópica freudiana, cifrará la energía ya no creadora en el cosmos sino antes bien psíquica en el sujeto. Pero, así como al Eros mítico se le oponía la muerte, idem en psicoanálisis. Precisamente considerando los traumas de los hombres que salían del horror de la guerra, Freud irá más allá del foco del placer y hablará de la pulsión de muerte (Todestrieb): la tendencia del individuo, a menudo en sueños, a renunciar al ser y autodestruirse, en vez de autoconservarse. En Vida y obra de Sigmund Freud (1957), Ernest Jones afirma que Freud, aunque sólo de manera oral, llamaba a esa pulsión Thánatos (Θάνατος), uno de los nombres de la muerte en la Grecia antigua. Homero en Ilíada hermanaba a Hypnos (Ὕπνος), el sueño, con Thánatos, vínculo que seguirá patente con algunas variantes, en los Tratados herméticos (siglo II d. C.) o los Himnos órficos (siglo III d. C.). En dichos himnos, a Hypnos se lo honra en forma de “lysimelís” y a Thánatos, de “ýpnos” (ὕπνος) que “psychín thrávei kaí sómatos olkón” (ψυχὴν θραύει καὶ σώματος ὁλκόν), “sueño” que “rompe la psique y duele el cuerpo”. Con lo que volvemos a la relación de la muerte en el factor de Eros: en este caso, el letargo erótico de Thánatos, que, en lo pulsional freudiano, guiña a un estado de unión con un existir anterior al devenir orgánico.
Leer el amor en la fábula de la guerra es pulsar una cuerda aun más prístina y profunda y no menos tensa: el enlace amor-muerte. En El laberinto de la soledad (1950), el poeta mexicano Octavio Paz hila el deseo de amor a la oscura pasión de una comunión de opuestos que, en la carroza del éxtasis, vendría a ofrecer la misma unión que la muerte, pero sin que ésta ocurra. Por eso, en La condesa sangrienta (1966), la poeta argentina Alejandra Pizarnik compara los gestos del orgasmo con los jadeos de la agonía. Ambos ejemplos nos permiten pasar al rastreo que tratará Jacques Lacan en Seminario 20 (1972-1973). Abordando con extensión El amor y Occidente (1939) de Denis de Rougemont, cuyas tesis refería también en Seminario 7 (1959-1960), Lacan reforzará su propio postulado acerca del éros (ἔρως) como tensión hacia el Uno: el amor como ilusión de hacer de dos el Uno. Tal aforismo nos concerta al fin’amor de los trovadores medievales (siglos XII y XIII) y sus leyendas romances que, con Jaufré Rudel y la Condesa de Trípoli o con Tristán e Isolda, enseñaban un amor de desgracia: para hacer del deseo algo siempre latente, se requería la ausencia y el silencio del ser amado, su falta, el vacío, en suma el estudiado goce lacaniano, un anhelo más allá del placer y más acá de la angustia de asumirse dos, en desgarro. Parafraseando a Maurice Blanchot en La conversación infinita (1969), a esa fractura, a esa carencia, “nous accédons par l’inaccessibilité de la poésie”, “accedemos por la inaccesibilidad de la poesía”, porque “La recherche de l’immédiat, termes qui se contredisent soigneusement, passe par l’indirect”, “La búsqueda de lo inmediato, términos que se contradicen cuidadosamente, pasa por lo indirecto”. Por consiguiente, todo amor consuma su ser en el modelo de la muerte: en aquello que, buscando realizar el Uno de dos, desplaza ese ser y lo sume en la nada. El amor aparece como un combate en el que salir vencido es el mejor destino, en un morir de no morir, acorde al título homónimo del adecuado libro del poeta francés Paul Éluard (1924), quien, al final de “Sin rencor”, versa: “Une ombre… / Toute l’infortune du monde / et mon amour dessus / comme une bête nue”: “Una sombra… / Todo el infortunio del mundo / y mi amor encima / como una bestia desnuda”.
En correlato del todo-uno y uno-todo formulado por Heráclito en su Pólemos (Πόλεμος), la clave del Uno es una ilusión que vendrá de la guerra, de la discordia universal. Pero acabará por permear y subsistir arraigada a la idea del amor. Revisado por Empédocles (siglo V a. C.) en De la naturaleza, el Uno dará la base para postular el amor y el odio como agentes cósmicos activos, que, el primero en la atracción de lo existente y el segundo en su repulsión, armonizan o dispersan los elementos que inauguran el universo –el agua en Tales, el aire en Anaxímenes, el fuego en Heráclito, la tierra en Empédocles–. De la unidad en la guerra heracliteana se pasará, entonces, a la unidad en el amor empedocleano, que después, vía cultura neoplatónica, llegará al lirismo trovadoresco. Mas el Jacques Lacan de Seminario 20 añadirá que esa fórmula amorosa poética radicará, en último término, en la mística española de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz (siglo XVI).
En “Prefacio a la edición inglesa del Seminario 11” (1976), Jacques Lacan, respecto del atributo de ser psicoanalista, escribía: “je ne suis pas un poète, mais un poème. Et qui s’écrit, malgré qu’il ait l’air d’ être sujet”: “yo no soy un poeta, sino un poema. Y que se escribe, pese a que tiene el aire de ser sujeto”. La guerra podría rimarse similar: es poema y se escribe, no cesa de escribirse, sin más ser que estar siendo. Como un deseo que mueve al amor. Desde luego, convocando la definición de Michel Foucault en Lenguaje y literatura (1964) de toda literatura bajo el género de la fábula y la repetición de la ultratumba de infinitos simulacros sucesivos, de nuevas obras con viejos tópos (τόπος), lo mismo acaba liando la guerra: una fábula, una fabla, un habla. Un escribirse hablándose de lenguaje fable, no inefable, una comunicación que, discurriendo las técnicas interpretativas tratadas por Foucault en Nietzsche, Marx, Freud (1965), sugiere leer un algo secreto: una palabra anterior a la palabra aceptada, subyacente al sentido de superficie, y a la que se accede a través de lo que los antiguos griegos llamaban la allegoría (ἀλληγορία), recurso para explicar usos sombríos del decir y sus mitos. Leer el amor en la fábula de la guerra entraña, pues, un ardido trabajo hermenéutico: un giro cuyo vórtice indefectible enuncie el Eros (Ἔρος) que está por debajo, en el origen, del Pólemos (Πόλεμος). Pero ese Eros de la guerra aflora en la poesía de la concepción del Uno y su misticismo: su fabla que habla en códigos velados. O en los enigmas de los amantes. En Seminario 3 (1955-1956), Lacan, propiciando meditar la experiencia mística de San Juan de la Cruz, la corresponde en grado de irrefutable al estar puesta en el íntimo poema y sus símbolos y crear una nueva relación con el mundo exterior; y, en Seminario 20 (1972-1973), dirá que el místico goza no porque sepa sino porque siente. En efecto, el poeta místico siempre acude al divino encuentro de lo oculto indecible, o bien al goce de lo real, que no necesita entender salvo en el verbo alegórico, primitivo, y que San Juan de la Cruz en Cántico espiritual (1578) consigue apenas signar en un no sé qué y un balbuceo: “Y todos cuantos vagan / de ti me van mil gracias refiriendo; / y todos más me llagan, / y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo”.
Ese no sé qué, ese balbuceo, dan forma a otras cuestiones a contemplar. Safo (siglo VII a. C.), en el fragmento 16, en vez de cantar la guerra que ejecutaban y poetizaban los hombres, los rebatió: tras un pequeño priamel de objetos bélicos asumidos por hermosos, como carruajes y armaduras, le pareció sin embargo que había mayor belleza en “ératai” (ἔραται), “lo que se ama”; por eso, el amor de Helena por Paris se le hacía más bello que esa guerra que su esposo Menelao desató por perder a su objeto mujer. En su visión femenina acerca de la invasión helénica de Troya, lo que Safo logra es mirar dentro de la acción de la guerra y fondear su corazón, con lo que bordea lo real que escapa al lenguaje y penetra su equívoco, prestando atención no al admitido ornamento que divulgaba y celebraba Homero, sino a algo muy profundo, a una pregunta sobre el lugar de Eros (Ἔρος) en Pólemos (Πόλεμος), el fino amor en la guerra eterna: ¿dónde se halla “lo que se ama”? Eso da pie a una incógnita ya lacaniana: en medio de la guerra y su horror, ¿cómo puede darse la cura por amor de Lacan (Seminario 11, 1963-1964) y el paso del goce al deseo, a lo nuevo, al amor (Seminario 10, 1962-1963)? ¿Con qué no sé qué, con qué balbuceo?
En “Leer un síntoma” (2011), Jacques-Alain Miller nos recuerda que, al inventar la ontología, los antiguos griegos asomaron sus narices no sólo al pozo del ser, sino ante todo a lo que, considerándolo lacanianamente, sería la falta de ser. El lenguaje, agente de la creación de lo irreal, de lo que en el mundo falta, alarmó tanto al saber griego que urgió crear el Uno:
Son los griegos quienes inventaron la ontología. Pero ellos mismos se dieron cuenta de los límites puesto que algunos desarrollaron un discurso que se refiere explícitamente a un más allá del ser, beyond being. Debemos creer que ellos sintieron la necesidad de este más allá del ser y colocaron el Uno, the one. En particular aquel que desarrolló el culto del Uno, como más allá del ser, es el llamado Plotino. Y lo extrajo siglos más tarde de una lectura de Platón, precisamente del Parménides de Platón. Entonces, lo extrajo de un cierto saber leer a Platón. Y más acá de Platón está Pitágoras, matemático pero místico matemático. Pitágoras el que divinizaba el número y especialmente el Uno y quien no hacía una ontología sino lo que se llama en términos técnicos a partir del griego una henología, es decir una doctrina del Uno.
Pero, si ese Uno que suple la falta es efecto del deseo de hacer que emerja lo ausente y lo silente, “el deseo de hacer ser lo que no está”, entonces el operador de “la mediación entre being and nothingness” que, por vigor del deseo, da eco al ser, sería el lenguaje, “función que hace ser lo que no existe”. He ahí un buen punto axial para seguir la consagración de Ivan Malinowski a, entre el pólemos (πολεμος) heracliteano y la ocupación nazi de Dinamarca, pensar el significante “amor” (kærlighed) como metáfora con la que, no sin polémica, expresar “guerra” (krieg). Acaso convendría tomar la guerra al estilo de Platón (siglo IV a. C.) con Eros (Ἔρος) en Fedro: la guerra por cuanto un logos erotikós (λόγος ερωτικός), un legítimo “discurso amoroso” dirigido, al modo del amor en Banquete, hacia la educación de la comunidad y la virtud cívica en torno a temas e ideas medulares en la filosofía y la humanidad. Quizá así hablar de la guerra nos lleve a la reflexión, según creyó Heráclito, de la concordia en la discordia: del ser y su anhelo de unidad a bordo del deseo, que moviliza el lenguaje en potencia, no defecto, de la palabra poética. Y de su Uno: su no sé qué y su balbuceo místicos que, cual Eros demiurgo, más un guía que un dios, conducen al fervor sáfico de “ératai” (ἔραται), “lo que se ama”.
Notas
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