Tendiendo puentes entre el psicoanálisis y la ciudad

TITANE: El metal que anida en todo ser hablante.

Este artículo es una lectura personal suscitada por el visionado de la película “Titane” (Julia Doucurnau, 2021) vigente ganadora de la palma de oro en Cannes. Contiene multitud de spoilers, por lo que si el lector aún no ha visto la película, le invitamos a hacerlo antes de proseguir con la lectura.

Ya en la primera escena de la película vemos a la niña protagonista emulando el sonido de un coche. ¿Lo hace para molestar al padre que conduce? Así lo significa el padre subiendo la música hasta volverla inaudible. La narrativa de la película es tan breve y concisa como ese fragmento. Las imágenes toman sentido al articularse a las otras haciendo resonar el equívoco y la ambigüedad que reside en cada una de ellas. Lo único que parece crecer por separado son los cuerpos que siguen la lógica de un real sin ley alimentado por una ciencia que desvela y alimenta lo mutante del cuerpo, la marca ineliminable que vuelve máquina a lo natural.

En la protagonista, Alexia, la marca de la castración no la ejercerá el padre sino el impacto del metal del coche. Titanio que insertan en su cráneo y que orientará su fijación posterior. No es la compañera de trabajo lo que la atrae, sino el trozo de metal clavado en su pezón en forma de piercing. El metal la llama y ella parece no poder hacer más que ir hacia él hasta quedar preñada. Se inicia así una transfiguración imparable del cuerpo en el que crece en su interior el titanio del que está hecho.

Alexia trabaja como bailarina sobre carrocerías de coches tuneados ante la mirada de hombres, a los que se les permite mirar como ella simula tener sexo con el coche pero no tocarla. Hombres que la esperan a la salida para pedirle autógrafos. El primer asesinato que presenciamos podría ser fácilmente interpretado dentro de la lógica de la mujer que se defiende del hombre que trata de abusar de ella, pero la película rápidamente nos muestra que lejos de tratarse de un asesinato con sentido es uno más de una serie sin ley. Como el adicto que no sabe por qué toma una dosis más, la protagonista mata casi por hartazgo ante la mirada de un padre que no dice una palabra, que no hace ni el más mínimo ademán para detenerla. Será después de presenciar la mirada indiferente, hermética, casi desafiadora del padre ante la evidencia de sus actos criminales, que aparecen por primera vez las llamas. ¿Son sus asesinatos una llamada, un desafío a un padre que se niega a responder horrorizado ante la sexualidad de su hija? ¿Las llamas, el resultado de no encontrar respuesta a su llamado?

Las llamas bajo las que desaparecen sus progenitores la acabarán llevando hacia un colosal Vincent Lindon que trabaja por atajarlas como bombero. Padre de un hijo desaparecido que sigue esperándolo pegado a su habitación intacta. Padre y comandante de un grupo exclusivamente masculino de bomberos a los que trata como a hijos y que lo tratan como Dios. Cuando Alexia se presente como el hijo perdido, previa violenta reconfiguración de su cuerpo, Vincent no tarda en afirmar ante las autoridades pertinentes que lo es y en rechazar toda prueba de ADN que podría desmentirlo. Es la palabra de reconocimiento lo que hace al padre, no la certeza del resultado de una prueba médica.

Ante este padre Alexia tendrá que convertirse en Adrian. Deberá dejar de ser ella para ser él, amoldarse al deseo del padre modificando su cuerpo a base de golpes, mientras éste no deja de transformarse por el metal que crece en su interior. Es justamente este metal lo que objeta el tránsito

La cuestión del género así como la temática de lo trans, tiñe toda la película. Un concepto de lo trans que va mucho más allá de la alternancia de los cuerpos para adecuarlos a la discordancia con una identificación de género, sino más bien al excedente sobrenatural que anida en el cuerpo de todo ser hablante irreductible a cualquier identificación. Un mundo trans donde incluso Vincent, el padre adoptivo, el más hombre de los hombres, tiene que inyectarse hormonas para no dejar de serlo. La naturaleza tiene que ser reafirmada por la intromisión de la ciencia que trata de forcluir el imposible de la adecuación de lo real con cualquier identidad sexual. La imposibilidad de amoldarse a uno u otro lado es cortocircuitada por la injerencia de la ciencia que preña los cuerpos de la monstruosidad del metal. Todo ello mostrado sin ápice de juicio moralizante.

Ya desde el primer instante, el personaje de Lindon trata a Alexia/Adrian con una ambigüedad sexual muy marcada. Le prometerá que se cuidará de que ningún hombre la toque, ni siquiera él, mostrándose de ese modo falible ante la ley a la vez que garante de ella. Bailará al más puro estilo Harvey Keitel en Teniente corrupto (Abel Ferrara, 1992), y la empujará a hacerlo con él. Primero como si se tratara de una mujer, incluso de su enamorada, para acto seguido golpearlo como a un rival masculino al que tratara de despertar su masculinidad. Cuando ella responde tratando de clavarle su arma predilecta, una aguja de metal que él ha consentido que conservara, Vincent se mofará de ella aludiendo a sus connotaciones femeninas: “no es lugar para hacer ganchillo”. Acto seguido le ofrece las llaves de casa dándole la libertad de elegir si quiere quedarse o huir. En su ausencia Vincent se inyectará más dosis de la usual quedando prácticamente inconsciente en el suelo. Ella lo encontrará y lo acogerá en sus brazos formando la bella imagen de una Pietá invertida. Alexia/Adrian, que no ha dicho nada desde que fue acogida, dirá su primera palabra: “padre”. No sabemos si Vincent lo escucha, pero lo que es indudable es que los efectos causados sobre el padre por su huida han tocado al hijo.

Vincent la cuida y protege. Al ritmo de La Macarena le enseña a salvar una vida. En vez de matar y tratar de salvarse, ahora aprende el oficio de su padre: salvar la vida de los otros. Vemos la mirada de ella orgullosa del padre que baila entre sus congéneres masculinos, entre los cuales ella/él, en este momento de la película, no puede más que quedarse medio fuera a no ser que él la saque a bailar. Cosa que hace. Bailarán como dos niños jugando, como dos enamorados, hasta que él la levante en brazos para bambolearla como a un colega más. Pese a apretarse violentamente los senos y la barriga con esparadrapo, cuando su padre la levanta como a un hombre, aparece la barriga, el dolor, la objeción del metal.

La evolución del personaje protagonista radica en el tratamiento que ejerce sobre su propio cuerpo. En un primer tiempo golpeándolo y machacándolo, ya sea para amoldarse al deseo de hijo varón del padre o dirigiendo la violencia en contra de aquello que crece en su interior. En un segundo, llegando a pedirle perdón a aquello que anida en su vientre por las agresiones ejercidas contra ello, en su intento de amoldarse al deseo del padre y erradicar su sexualidad, que como toda sexualidad, va más allá de lo natural.

El punto culminante de la evolución del personaje será cuando Vincent le asegura que sea quien sea en verdad, siempre va a ser su hijo. Cae el velo y aparece su cuerpo de mujer. Cuerpo que él tapará con cierta estupefacción pero no sin cariño. Que en la siguiente escena veamos a Adrian/Alexia bailando entre sus hermanos bomberos como uno más, es llamativo. No era por su cuerpo que no podía hacerlo. No es la transfiguración del cuerpo lo que le ofrece un lugar entre sus iguales, sino el poder de la palabra. “Seas quien seas de verdad” no apunta ni mucho menos en el ser hombre o ser mujer, sino algo más allá de esas identificaciones, y que acto seguido la llevará de pasar de bailar como orangutanes con sus congéneres, a bailar sobre un camión de bomberos, animado por éstos, del mismo modo que lo hacía sobre los coches tuneados. Un baile sensual y femenino con un cuerpo ataviado como el de un hombre. El mismo baile ya no provoca lo mismo en la mirada de los hombres: ya no deseo y adulación, sino sorpresa, desconcierto, cierto rechazo. La reacción se aleja del maniqueísmo, es certera y precisa: mucha más confusión que rechazo. Con la entrada de Vincent hay un segundo de pausa. Tras él, ella sigue bailando y Vincent se va contrariado. El delirio del hijo reencontrado se pone a prueba ya no solo con el cuerpo inesperado, sino con algo más allá de este, la aparición de la sexualidad femenina.

Tras sentir de nuevo el rechazo de su padre hacia su sexualidad, se entregará de nuevo al acto sexual con la máquina, mientras en su habitación Vincent prende en llamas su propio cuerpo. Tras el acto sexual que pareciera que ya no surte la misma satisfacción que en el pasado, aquello que Alexia lleva dentro ya no poder aguantar. Desnuda y dolorida hasta la extenuación, recorre el camino hasta llevarle su hijo al padre. Ante sus besos y sus palabras de amor, el padre aparece de nuevo horrorizado, pero al descubrir su estado le asistirá en el parto. Ahí Alexia se descubre: no me llamo Adrian, me llamo Alexia; enfrenta al padre contradiciendo su delirio con su propio nombre. Él lo acepta sin vacilación y permanece junto a ella hasta que nace su hijo y ella fallece. Con el bebé en brazos, un bebé híbrido entre humano y máquina, Vincent repetirá su frase hacia los espectadores: “estoy aquí”.

Un final arriesgado, entre lo sublime y lo ridículo, que pareciera decir a aquellos que lo miramos que hay ahí un padre que perdió un hijo (¿y qué padre no ha perdido a su hijo?), que está ahí para acoger el metal que anida en todo ser humano. Un padre fallido y ambiguo en el trato con su hijo/a recobrado, híbrido también entre el amor y lo sexual, que no retrocede ante la sexualidad de su hija, él mismo medio hombre, medio artificio de hormonas. No sólo aquellos que inician una transición deben hormonarse, sino que incluso para permanecer en el “propio” género es necesaria la ciencia. Ya no hay, si es que alguna vez lo hubo, propio género. La ciencia aparece como el intermediario necesario para afirmar aquello que fue desvelado por ella misma como siempre inadecuado. Ahí Vincent aparece como un padre que más allá de todo ello es capaz de responder a las llamas de su hijo/a, es capaz de acoger al monstruo entre sus brazos como si fuera el suyo propio

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