Tendiendo puentes entre el psicoanálisis y la ciudad

Donna Williams, “Nadie en ningún lugar”

Ned ediciones, 2015.

Reseña de Soledad Bertrán

“Yo estaba segura de que tenía sentimientos, pero que estos no parecían capaces de saltar la brecha que había en mi comunicación con la gente”

Con esta aparente sencillez, Donna Williams transmite mediante la escritura un intento de tregua ante las dos batallas que la atraviesan: dejar al mundo afuera, y tratar de unirse a él. Narra su infancia, adolescencia y primera juventud, la dureza de su madre, su paso por la escuela, sus encuentros, sus primeros trabajos, intercalando escritos que condensan sus miedos, frustraciones, su incomprensión y la incomprensión de los otros hacia su forma de estar en el mundo.

“…correr y esconderte
en los rincones de tu mente,
sola,
Como un nadie en ningún lugar”

Leemos, pues, una apuesta decidida por responder a la pregunta “¿Quién es yo?”, por hacerse un lugar, por llegar a ser Alguien en algún lugar, logro que plasmará en su siguiente biografía.

nadieenningunlugar

Diagnosticada en su juventud como autista de alto rendimiento, Donna testimonia sobre su autismo, su singularidad, aportándonos datos fundamentales sobre el sufrimiento de alguien para quien “el mundo” no llegaba hasta ella, y ofreciéndonos indicaciones preciosas para acercarnos a personas con estas dificultades. Explica, por ejemplo, cómo percibía de pequeña a la gente como obstáculos que le impedían perder su mirada en los objetos, y a sus voces como un patrón de sonidos. Las cosas eran pacificadoras y podían convertirse en parte de ella, mientras que las personas, atravesadas por emociones, por estados de ánimo, por sentimientos, se le hacían sumamente invasivas. Podían incluso dejar de existir, como narra que le pasó con su padre cuando ella tenía tres años: “cuando encontré a otro que me gustaba, muchos años más tarde, me tomó muchísimo tiempo caer en la cuenta de que las dos personas eran en realidad la misma”.

Alejada de la gente, cuyo contacto se le hacía doloroso, habla de dos amistades que, a los dos años, no pertenecían al mundo físico: unas mechas transparentes, y Willie, un par de ojos verdes que se escondían bajo su cama y que se convertirá en “sí misma” para relacionarse de determinada manera con el mundo -dando patadas y usando las frases de otros para responder, con significado pero de forma agresiva-. Son invenciones que le permiten usar el lenguaje y no quedar encapsulada, aunque no le sirven lo suficiente como para evitar la sensación de soledad que la acompañará a medida que crezca, el aislamiento del que irá siendo consciente.

“Sólo ando buscando el camino de regreso a casa”

El encuentro con una niña llamada Carol, que la cautivará, le permitirá usarla como espejo, copiarla y “convertirse en ella” en ocasiones para intentar salir de su prisión mental: siendo Carol lograba sonreír, ser social, comportarse con relativa  normalidad, pero al precio de que Donna desapareciera. Willie continuará siendo su otro rostro frente al mundo, un mundo que le interesará cada vez más y que le comportará cada vez mayor sufrimiento.

Donna transmite con precisión la forma en que vivenciaba su cuerpo -sin apenas dolor, sin sensación de hambre-, y la forma en que veía las cosas -pedazo a pedazo, una cadena de piezas conectada una a la otra-: “Había un pedazo de algo al final del tenedor plateado. Estaba muy quieto. Mis ojos pasaron del pedazo al tenedor, hasta llegar a una mano. Asustada, dejé que mis  ojos siguieran la mano hasta llegar a un brazo que se unía un rostro. Mi mirada dio con unos ojos que me miraron de vuelta con gran desesperación. Era mi padre”.

Transmite también sus dificultades con la transformación de una cosa en otra: “Entiendo lo que es una vaca, pero cuando se convierten en un rebaño dejan de ser vacas para mí”; o su tranquilidad cuando todo tenía un ritmo, una secuencia, algo que era controlable y que la mantenía al resguardo de las variaciones. Tenía su lenguaje pero con su significado, lo cual impedía que otros llegaran hasta ella aunque se encontrara “en el infierno”.

“¿Qué mejor regalo hay que darle a alguien un yo?”

El recorrido durante su adolescencia con Mary, una terapeuta, le permitirá ir ubicando algo de la función del control, del miedo al tacto que era “como el miedo a la muerte”, a querer saber sobre el origen de sus dificultades, a buscar respuestas y a ser consciente, con dolor, de su incapacidad para combinar tacto con sentimiento.
Comenzará a obligarse a permanecer en “el mundo”, logrando en ocasiones no recurrir a sus personajes de relevo, y construir un puente hacia los otros a través de un juguete roto… la búsqueda de otros con sus mismos problemas, su capacidad de ayudar a niños autistas y la escritura de su primer libro sobre sus vivencias le permitirán establecer una tregua.
El paso por la escritura nos ofrecerá esta guía imprescindible para entender la lógica que hay tras las repeticiones, el ordenamiento de objetos, apagar o encender interruptores… y para dirigirse a una persona autista. Es una guía que ofrece el testimonio de cómo se sitúa en el mundo alguien “ciega y sorda al sentido”, y que ofrece orientaciones para ayudar a otros a salir de sí mismos “paso a paso y a su propio ritmo (…) a través de una modalidad indirecta que puede ser menos agotadora, sofocante e invasiva”. Una lección maestra para aquellos que trabajamos con autistas.

Como señala en el postfacio Miquel Bassols, presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, este testimonio conlleva una posición ética: “la de considerar a cada ser humano como un ser que habla y vive de una manera singular e incomparable con respecto a cualquier otro”.

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