Tendiendo puentes entre el psicoanálisis y la ciudad

El cuerpo como desgarro de la cotidianidad: “Gozu”

Fotograma de Gozu (Takashi Miike, 2003)

¿Cómo puede uno ponerse a salvo de aquello que jamás desaparece?

Heráclito. Fragmento 16

Según la leyenda japonesa, aquellos que escuchaban la historia de Gozu, cabeza de vaca, allá en algún momento del siglo XVII, quedaban desterrados de la normalidad, condenados a permanecer en el limbo del sinsentido con un único punto de fuga viable: el suicidio. La historia era tan terrorífica que los oyentes veían desbordados sus límites racionales. Nadie sabe exactamente las vicisitudes de la trama, o bien el desarrollo de la leyenda, solamente se conocen los estragos de la misma: locura y muerte. Por ello, se decidió destripar la historia en una infinidad de fragmentos irreparables e irreconciliables, ocultando su relato en el olvido de una sociedad que no toleraba más locura que la que estaba normalizada [1].

Schopenhauer, desde el inicio de su pensamiento, define que el vínculo que tenemos con la realidad se fundamenta a través del principio de razón suficiente. Contemplamos y vivimos una realidad a la que siempre le buscamos sus razones, fundamentos, motivaciones… anhelamos perpetuamente el marco, en suma, que dote de sentido y entidad a lo percibido. Da igual si ese sentido es impuesto por el sujeto o bien pertenece congénito a la realidad (para Schopenhauer, en este nivel de la experiencia, existe una unión indisoluble entre sujeto y objeto). Todo tiene, pues, una razón de ser. Si penetramos un poco en esta dimensión de la experiencia observaremos que esta se rige, principalmente, por el entendimiento y la razón, y será a través de ellos por los que estableceremos una urdimbre causal, temporal, espacial y lógica entre los acontecimientos que se deslizan más o menos subrepticiamente por nuestro mundo interno y externo. Mi pensamiento y el mundo deben tener una causa, y siguiendo esta perspectiva, el principio de causalidad determinará, en última instancia, la forma que tenemos de representarnos el mundo

Ahora bien, este principio sólo será efectivo en una región determinada de la experiencia, a saber, aquella que vehicula el mundo a mi representación. Sólo en ese marco, la ley causal tiene efecto. Sin embargo, ya el propio Schopenhauer no recluye toda la experiencia a este ámbito de la representación sino que existe todo un horizonte vivencial en el que el principio de razón suficiente carece de valor y efectividad. La topografía de esta región debe situarse concretamente en el cuerpo, y específicamente en su carácter deseante, pulsional. Es a partir de la pulsión corporal donde se derribará el mundo cartografiado por el principio de razón suficiente y en el que la voluntad, verdadera realidad, encontrará los primeros huecos que facilitarán su manifestación [2].

Y es que llegado un momento, la causalidad y el principio de razón suficiente se vienen abajo. Hay eventos (el Ereignis hedieggeriano, la experiencia traumática, las alucinaciones, el éxtasis….) que destrozan las redes simbólicas y clasificatorias con las que la razón pretende absorber cualquier aspecto de la realidad. Hay algo inesperado, o desbordante, depende de cómo se mire, que extorsiona los límites de la razón con tal virulencia que acaba por destrozarlos, llevando a la subjetividad a un territorio desconocido e indomable, en el que la compulsión de sentido y de razón se encuentra totalmente desterrado. Territorio del desconcierto, del misterio, de la genialidad y ¿de  locura?

Es precisamente en este terreno enigmático, imponderable, elusivo, en el que transcurren las peripecias de Minami y Ozaki, los protagonistas principales de Gozu (2003), la película de Takashi Miike. En este filme, la(s) razón(es) se ha(n) dilapidado y todo parece ahogarse en el lodazal del sinsentido. Ya en la escena inicial de la película, Miike nos lo muestra sin concesiones, de una manera un tanto hilarante, eso sí, pero no por ello menos escalofriante. Ozaki contempla aquello de lo que todo el mundo huye y lo hace a través de una pantalla de televisión, con imágenes algo difuminadas y sonido entrecortado y metalizado. “Hay que ser ambicioso” reza la cartulina que muestra uno de los participantes que se dibuja en la nebulosa visual. Sólo él es capaz de intuir lo invisible del acontecimiento que escamoteará para siempre su lógica del sentido (normalizado). Hay que ser ambicioso, para prosperar, sí, pero también para ir más lejos que nadie, para adentrarse en una región de la que no hay escapatoria ni, tal vez, puertas ni ventanas. El simulacro de la representación se cortocircuita a través de otro simulacro que desencadena un cambio de nivel de la experiencia imperceptible para el resto de yakuzas, pero también para todos los espectadores

La pantalla proyecta, o especula, la fricción que socaba planos de la realidad y sitúa a Ozaki en un paraje absolutamente indescifrable. Y lo hace sin identificar ningún desencadenante, ningún tótem. Este inicio, y este poder de la pantalla en el mismo, a su vez, nos evoca al de otra película, no menos beligerante con la lógica del sentido: Twin Peaks: Fire Walk With Me (1992), de David Lynch. En ambos, el secreto oculto por la niebla visual anuncia una ruptura, un socavón con el curso normalizado de los acontecimientos: lo que vamos a ver se sitúa en una región de la experiencia que, si bien puede parecer que responde a las directrices de la cotidianidad, en verdad se sitúa efectivamente en un orden absolutamente disruptivo. En el film de Lynch, la pantalla es destrozada, por un Leland Palmer que mata a su amante, iniciando así el carrusel de su huida de la realidad, mientras que en Gozu la trama televisiva sigue su curso, sin que nadie le haga caso, ni el propio Miike que no le devuelve ningún plano más en el momento en que llegan los compañeros yakuzas de Ozaki, pero su efecto invisible en la psique de Ozaki es devastador, medrando desde el silencio y la espectralidad, su conciencia.

A partir de ahí, Miike nos ubica en un plano de la experiencia que parece ser el que se dibuja en la cabeza de Ozaki. Todo está despedazado y diseminado, ningún ancla puede sostener nada de lo que acontece. Además parece como si Miike quisiese situar a sus protagonistas, y a los espectadores, en la misma posición de los oyentes de la leyenda: locura y muerte. Miike no escamotea nada en este deambular por el sinsentido. Absolutamente nada. Hay que matar a Ozaki. La locura no puede permitirse en la banda yakuza, de ahí que encarguen a su leal y protector/protegido Minami que lo conduzca al desguace de Nagoya donde debe ser eliminado. Representa un peligro indescifrable y para que la normalidad siga su cadencia infinita, para que las jerarquías permanezcan incólumes, debe sacrificarse aquello que las disloca. Pero ya es demasiado tarde. La trama y la película, así como Ozaki y su hechizo a Minami, ya se encuentran en un punto de no retorno. Hay algo de kamikaze en su actitud. La disrupción, la extravagancia, lo bizarro se adueñan absolutamente de todos los personajes (los integrantes de la cafetería El Despierto, los hermanos propietarios del Hostal Masakazu, los dos miembros de la banda yakuza Shuriyama,…) así como de las piezas que construyen disruptivamente el devenir de la historia (las vivencias y sueños que se encarnan en el Hostal Masakazu, el llanto del bebe que se cuela en determinados momentos relevantes de la trama, la presencia continuada de la leche como elemento materno-nutritivo-seminal y que realzan la pulsión sexual reprimida por Minami….son elementos que circulan de forma más o menos repetitiva en un relato que, por su lado, va encajándose desordenadamente en una heterogeneidad de escenas de aparente sinsentido).  

Sin embargo, a veces, la falta de sentido y, por consiguiente, de la normalización de la experiencia, nos sitúa en un terreno de pleno contacto con lo real de la misma. Lo simbólico se derrumba, lo imaginario se desquicia, y es ahí donde pueden introducirse ciertas ráfagas de real. Ozaki, ahora mujer atractiva, seductora, inocente, con apariencia desamparada pero decidida, sobre todo en lo que respecta a su sexualidad, duerme plácidamente en el dormitorio de un hotel desconocido. Minami, que rechaza su petición de dormir con ella, la contempla con horror: horror a la transformación de su mentor, sí, pero también al incesto (la estructura yakuza es análoga a la de una familia, de ahí que constantemente Minami se refiera a Ozaki como su hermano), a la mujer en sí, y al sexo. Es un terror pulsional, atávico, primordial. Minami teme realmente a su cuerpo que se está rebelando poco a poco a las cadenas de la normalidad. Se acerca al/la yacente Ozaki. La destapa. No puede entender como su hermano se ha convertido en aquella musa. Contempla petrificado el atractivo y el erotismo que suscita Ozaki en su nueva piel. De repente, escucha el rumor entrecortado de unas palabras que proceden del vientre de Ozaki. Gean. Karuke. Acerca asustado su oreja a la región hasta advertir que esas palabras se desencadenan en la vagina de Ozaki. Mister. Amore. Amore. Amore. Amore. Gean. Karuke. Mister. Amore. Las mismas palabras que, escenas atrás, los hermanos Masakazu empleaban para simular una comunicación siempre truncada con los muertos. Repentinamente, Ozaki abre los ojos y le pregunta cándida y distraídamente a Minami: “¿Quieres follar?”. Éste, aterrado por el deseo que lo atraviesa, por el absurdo que no cesa de reproducirse, rechaza asustado la propuesta, a lo que Ozaki replica, con la misma actitud despreocupada de antes que, si quiere hacerlo, no dude en despertarla.

Minami, representa el sujeto dividido, alguien a quien el peso de la realidad sigue ahogándolo, quien hace todo lo posible para ignorar la ruptura que su cuerpo le repite concienzuda y continuadamente. Hay miedo. Miedo a perder la razón, a la castración, a la mujer y su vagina como laberinto de perdición, como órgano que tritura su masculinidad o su inocencia (cuando finalmente consuma con Ozaki, ese miedo ancestral a la vagina dentata parece encarnarse realmente…) y lo engulle hasta convertirlo en un simple fantasma. Gean. Karuke. Mister. Amore. La cosa va de muerte. Cuando escucha las palabras que, a modo de invocación deben despertar a los muertos, es realmente la vagina de Ozaki, o el ser que se aloja en ella, quien las pronuncia. Es un despertar a una nueva vida, a una nueva carne. Es Minami quien está muerto, quien, a modo de zombie trasnochado, merodea por una realidad que no para de expulsarle, manifestando lealtad a una jerarquía que, verdaderamente, lo excomulga desde que Ozaki inicia su periplo por el desquiciamiento. Es el nuevo cuerpo de Ozaki quien le impulsa al salto, a deslindar la represión que lo encadena a las exigencias de la cotidianidad, a hacerlo cómplice de la nueva experiencia que se abre en el camino. Minami escucha la llamada. Posee y engendra, escenas más tarde, el cuerpo de Ozaki, y, con ello, se sumerge definitivamente al nacimiento de la nueva experiencia que brota irreversiblemente del cuerpo de su hermano.  


[1] Para muchos, la leyenda de Gozu tiene realidad y algún que otro relato lo atestigua (como el célebre protagonizado por el profesor de escuela que explica una versión que le había llegado de la historia a sus estudiantes en pleno viaje de excursión) para otros, verdaderamente es engendro de la fantasía efervescente del autor y guionista Komatsu Sakyo.

[2] Sin embargo, el planteamiento de Schopenhauer es heredero de toda una tradición en torno a la reflexión sobre el principium rationis. Aristóteles, con el establecimiento de las cuatro causas, o los medievales, como San Agustín, San Anselmo o Santo Tomás de Aquino no cesaron de teorizar y embrollarse con el estudio de las causas y del principio de razón (¿todo tiene una determinada explicación o razón de ser?, ¿es Dios causa sui y, consecuentemente, razón de todo lo existente?, y si es así, ¿el mal es no-ser?) Asimismo, buena parte del debate medieval en el seno de apologistas, gnósticos o antidialécticos, por no hablar de los planteamientos de la mística de Eckhart, Böhme, San Isidoro o Santa Teresa, entre otros, buscan trazar escrupulosamente los límites de la racionalidad, y, con ello, del alcance de la lógica causal en lo que concierne a la explicación y elucidación de determinadas vivencias (corporales) y verdades reveladas. Posteriormente, Descartes, Spinoza, Leibniz y, sobre todo Wolff, quien demarcará el principio de razón suficiente del principio de causalidad, serán quienes, a su vez  y simplificando un tanto las cosas, apostarán por el principium rationis como una entidad incuestionable e indeslindable de cualesquier fenómenos (acontezcan o no). Interesante, sin embargo, es apreciar como ya en el seno de la modernidad, de la mano de Hume, el propio Schopenhauer, Kierkegaard, o Nietzsche, entre otros, se cuestionará la validez e integridad de esta premisa y ya no digamos en el discurso contemporáneo. Lo mismo podemos encontrar en la pintura, arquitectura, literatura o poesía.

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