Lo que no aprendimos del Apocalipsis
Antes de que irrumpiera este recién terminado estado de alarma, acudíamos a las salas de cine a ver filmes sobre el fin de la civilización.
Cuando a mediados de marzo comenzó el confinamiento en nuestros hogares, no faltaron las comparaciones y referencias a ciertas películas sobre pandemias y cataclismos. Aquello que la ficción audiovisual llevaba décadas anunciándonos parecía estar sucediendo en definitiva. Imágenes que hasta hace poco constituían nuestro deleite o entretenimiento esdevenían inquietantes espejos de la actualidad. Cabe preguntarse pues por la función que ha ocupado hasta ahora la representación del fin del mundo en el medio cinematográfico.

En 1965, Susan Sontag dedicó un ensayo titulado “La imaginación del desastre” a la ciencia ficción como género cinematográfico. Sontag describe cómo se desarrolla una historia catastrófica propia de este género, en la que la llegada de un objeto externo invasor (monstruos, seres de otros planetas) viene a trastocar gravemente el orden establecido.
Sontag sitúa la doble función de los filmes catastrofistas: “ (…) un servicio que la fantasía puede rendirnos es el de elevarnos por encima de la insoportable rutina y distraernos de los terrores —reales o anticipados— mediante una huida a lo exótico, a situaciones peligrosas con finales felices de último minuto. Pero otra de las cosas que la fantasía puede hacer es normalizar lo psicológicamente insoportable, habituándonos así a ello. En un caso, la fantasía embellece al mundo; en el otro, lo neutraliza.”[1]
Sin embargo, Sontag no concluye su artículo sin señalar que esa neutralización de lo insoportable es, finalmente, fallida: “Las películas perpetúan tópicos acerca de la identidad, la volición, el poder, el conocimiento, la felicidad, el consenso social, la culpa, la responsabilidad, que, en el mejor de los casos, no contribuyen a resolver nuestra actual penuria. (…) Esta pesadilla —la reflejada, en varios tonos, en las películas de ciencia ficción— está demasiado próxima a nuestra realidad.”[2]
En efecto, podemos decir con Sontag que las versiones cinematográficas de grandes cataclismos no han servido para aliviarnos cuando nuestra propia existencia confinada ha empezado a parecerse a una pesadilla o a un film apocalíptico. Sobre todo, en un punto fundamental que la ensayista estadounidense no descuida mencionar: la elaboración de soluciones que pongan remedio a la catástrofe. A día de hoy, aunque nuestras libertades van siendo progresivamente restituidas, no hemos asistido todavía a ese final feliz que algunos filmes sobre pandemias nos mostraron, aquel en el que la ciencia halla la vacuna.
Por más que la ficción catastrofista no nos haya hecho más fuertes, es innegable que el cine apocalíptico ofrece una respuesta frente a la angustia de la extinción colectiva que merece ser tenida en cuenta. Veamos un par de ejemplos a la luz -y oscuridad- de la situación actual.
Para empezar, tomemos un film de 1931, La fin du monde (Abel Gance, 1931). Una película pionera en dos aspectos: es el primer film sonoro realizado en Europa y también una de las primeras muestras de cine apocalíptico que constan en la historia del séptimo arte.
La fin du monde comienza con una representación teatral de la Pasión de Cristo. Algunos espectadores están emocionados, otros sólo dedican miradas lujuriosas a alguna actriz en escena. Uno de los asistentes a la representación es el personaje central: un astrónomo que descubre que un cometa va a impactar contra la Tierra acabando así con toda forma de vida.[3]
En el filme de Gance, la llegada del cometa es el acontecimiento que va a encauzar el rumbo de una humanidad frívola y derrochadora, capaz hasta de no conmoverse frente a una teatralización de la Pasión de Cristo. Como un segundo Diluvio Universal, este cometa no extinguirá al ser humano, sino que le dará la lección necesaria para tomarse bien en serio los designios de Dios y dejar de entregarse al pecado. En la escena final, asistimos tras la catástrofe a un rezo multitudinario, protagonizado por personas de diferentes países y culturas.
En una entrevista de 1974 publicada bajo el título El triunfo de la religión, el psicoanalista Jacques Lacan afirmaba:
“Hay una verdadera religión y esta es la cristiana. Sólo se trata de saber si (…) será capaz de segregar sentido de modo tal que nos ahoguemos verdaderamente en él. Ciertamente lo logrará porque tiene recursos. (…) Interpretará el Apocalipsis de San Juan, (…) y hallará una correspondencia de todo con todo. Esta es incluso su función. (…) Para eso fue pensada la religión, para curar a los hombres, es decir, para que no se den cuenta de lo que no anda.”[4]
La fin du monde es precisamente una ficción ahogada en el sentido religioso. Con un maniqueísmo sonrojante que la antigüedad del filme no puede disculpar, muestra a los buenos construyendo el proyecto de una humanidad superviviente mientras los malos festejan sus últimas horas con alcohol y lascivia. Los buenos hallan soluciones sabiendo que están llevando a cabo la voluntad de Dios. Y los malos aún tendrán tiempo para arrepentirse cuando vean interrumpida su última fiesta por una procesión. Finalmente, la raza humana capta la severa advertencia divina y le rinde a Dios una solemne pleitesía. El temor al castigo vuelve a gobernar la vida en la Tierra.
La película de Gance fue realizada tras la Primera Guerra Mundial y el Crack del 29, acontecimientos cuya huella puede advertirse en el clima de crispación que la cinta describe previamente a la noticia del cometa. Podemos considerar que este film intentaba transmitir por la vía del sentido religioso un mensaje fraternal a una humanidad desnortada. Pero no acertó en su pomposo desenlace, pues apenas ocho años después las naciones se sumieron en la Segunda Guerra Mundial.
Una visión muy diferente de la extinción colectiva nos la ofrece el mediometraje francés La Jetée (Chris Marker, 1963). Los fotogramas de esta película [5] no crean la ilusión de movimiento que sí observamos en un filme convencional, sino que están presentados como una fotonovela. A las imágenes congeladas las acompaña una voz en off explicativa, que nos anuncia desde el principio que vamos a asistir a un relato sobre la memoria.
En La Jetée, los supervivientes de una Tercera Guerra Mundial se ven obligados a permanecer bajo tierra para protegerse de la radiactividad que asola la superficie del planeta tras los bombardeos atómicos. Los vencedores experimentan con los vencidos formas de viajar por un agujero en el tiempo (sic) para encontrar modos de reiniciar la civilización. Puesto que la radiación imposibilita el desplazamiento en el espacio, la apuesta está en el desplazamiento en el tiempo. El salto temporal no se realizará mediante una máquina, como hemos visto en tantas otras películas, sino inyectando al prisionero una sustancia. Viajar al pasado equivale a recordar.
Los experimentadores advierten que sus prisioneros enloquecen después de repetidos viajes. Por tanto, seleccionan a un hombre especialmente marcado por un recuerdo infantil, el del rostro de una mujer en el muelle (jetée) del aeropuerto de Orly. El recuerdo de la mujer será el lugar en el tiempo del que partirán los experimentadores para situar al hombre en su vuelta al pasado.
En los sucesivos viajes, el hombre encuentra a la mujer. Pasean juntos por parques y museos, intiman. “Él nunca sabe si es conducido hacia ella, si se le controla, si se lo inventa o si lo sueña”, nos dice el narrador.
Puesto que en sus viajes el hombre ha logrado instalarse exitosamente en un tiempo anterior, los experimentadores le harán saltar entonces hacia el futuro. Allí el hombre contactará con unos científicos que le revelarán que la humanidad ha sido reconstruida y le ofrecerán quedarse con él. Sabiendo que los experimentadores van a ejecutarle tras haber confirmado la eficacia de los saltos temporales, el protagonista no escogerá ir hacia el futuro, donde sería acogido por esos científicos de la nueva civilización. Elegirá, aún sabiendo que su vida está en riesgo, volver a aquel pasado donde quizá la mujer le espere. Entonces vivirá la propia escena en el muelle de Orly cuya huella había marcado su existencia.
En La Jetée, la distinción entre presente, pasado y futuro se diluye. El recuerdo infantil del protagonista es al mismo tiempo un acontecimiento por suceder. El pasado al que viaja siguiendo el rastro de la mujer recordada esdeviene un presente en el que se instala con ella, hasta que los experimentadores fuerzan su rumbo hacia el futuro.
Hay un único instante en el film de Chris Marker en que la imagen deja de ser estática y muestra un movimiento, el del parpadeo de la mujer recordada al despertarse en su cama. Ella nos devuelve la mirada en ese momento. La fijeza de esas estampas del pasado se rompe para indicarnos que el protagonista y la mujer están en una suerte de presente eterno.
En la tercera parte de su obra El concepto de la angustia (1844), el filósofo danés Sören Kierkegaard se pregunta qué es lo temporal. Podemos poner a dialogar las relaciones que el danés establece entre el presente, lo eterno y el instante con La Jetée. “En lo eterno tampoco se da ninguna discriminación del pasado y futuro, (…) El presente es lo eterno (…) El instante viene a designar lo presente como algo que no tiene ningún pasado ni futuro; (…)”[6] afirma Kierkeegard.
El plano en que la mujer parpadea y mira a cámara es el verdadero instante en La Jetée, el único por fuera de esa temporalidad difusa que Marker describe con fotos fijas. Remitiéndonos de nuevo a Kierkegaard, después de destacar el sentido de la palabra “instante” en danés [equivale literalmente a “ojeada”], nos dice: “Nada hay tan rápido como la mirada y, sin embargo, es conmensurable con el contenido de lo eterno. (…) Por eso una mirada es algo que sirve para designar el tiempo; pero, entiéndase bien, en cuanto el tiempo se halla en ese conflicto fatal que provoca el entrar en contacto con la eternidad.”[7]
Si en La fin du monde la religión justificaba una catástrofe global e indicaba el camino a la supervivencia posterior, La Jetée nos muestra finalmente a un hombre que escoge vivir en un tiempo suspendido en el que fue/es feliz junto a una mujer. Se trata de una apuesta amorosa ante un presente insoportable y un futuro en el que la civilización ha logrado resurgir. Y como toda apuesta amorosa, implica jugarse la vida.
Volviendo a nuestro punto de partida, el de este finalizado estado de alarma cuyos efectos aún habremos de subjetivar, pudimos observar cómo al inicio del mismo proliferaron toda clase de explicaciones sobre la terrible propagación global del Covid-19. En la línea de La fin du monde, hubieron muchos que aseguraron que el Apocalipsis anunciado por San Juan ya estaba aquí. No hace falta ser católico practicante para nombrar a Dios cuando lo real empieza a angustiarnos y además hemos visto con Lacan la capacidad de la religión para ahogarnos en el sentido. También se atribuyeron otras causas: una venganza de la Madre Naturaleza o una conspiración ideada por Donald Trump.
Después de la masiva necesidad de sentido, llegó la nostalgia. Colgar fotos de tiempos pretéritos se convirtió en un verdadero fenómeno en las redes sociales. A esta tendencia le siguió, aunque con menor intensidad, la de colgar listas de discos, libros y/o películas favoritas. Tendencia a la que yo mismo me sumé. Al parecer, se trataba de dar cuenta de aquello que dejó marca en nosotros.
Mientras el encierro domiciliario era completo, vivíamos en un tiempo suspendido. Sin distinción entre presente y futuro, nos quedaban -como al protagonista de La Jetée– nuestros recuerdos. Nunca antes el pasado nos había parecido tan idílico. Qué jóvenes y felices éramos en esas fotos, y sobre todo qué libres.
Para concluir, suscribo con Susan Sontag que la ficción catastrofista no nos preparó para el desastre que podía llegar un día y efectivamente llegó. Pero sí puede ayudarnos a simbolizar los efectos de ese desastre, escribiendo un texto por ejemplo.
Notas
[1] Sontag, S. Contra la interpretación (1969), Disponible en https://www.holaebook.com/book/susan-sontag-contra-la-interpretacin-y-otros-ensayos.html
[2] Ibid.
[3] El impacto de un cometa o asteroide contra la Tierra es una constante en el cine catastrofista, el motivo recurrente que lo ha puesto de moda en diferentes épocas. En la década de los 50 tenemos el film Cuando los mundos chocan (Rudolph Maté, 1951). A finales de los 70, la película Meteoro (Ronald Neame,1979) repite el mismo argumento. Por último, en el mismo año se estrenaron dos cintas con idéntica premisa: Deep Impact (Mimi Leder, 1998) y Armageddon (Michael Bay, 1998).
[4] Lacan, J. El triunfo de la religión : precedido de Discurso a los católicos, Paidós, Buenos Aires, 2006.
[5] Que sirvió de base para el film Doce monos (Terry Gilliam, 1995). En esta cinta, la causa del cataclismo que prácticamente ha extinguido a la humanidad es un virus.
[6] Kierkeegard, S. El concepto de la angustia, Alianza Editorial, 2012, Madrid.
[7] Ibid.