High Life (Claire Denis, 2019) es una película sobre los límites del reciclaje, es decir, sobre el sexo. Los residuos humanos de la sociedad, los desechos, los condenados a cadena perpetua, son enviados al espacio en busca de un agujero negro del cual extraer energía ilimitada para los que se han quedado en la Tierra. Viajan en una nave espacial a la velocidad de la luz, por lo que sus cuerpos prácticamente no envejecen. La nave recicla los residuos de los tripulantes para transformar sus heces y sus micciones en agua potable. Nada se tira, todo se vuelve a usar en un circuito cerrado para el que tan solo hay una ley: los miembros de la tripulación no pueden mantener relaciones sexuales.
Para saciar sus apetitos disponen de una fuckmachine que se nos presenta como un gran consolador muy superior al mismo sexo. Sin embargo, en ese circuito cerrado algo falla. Es cierto que casi no envejecen, pero en ese casi aparece el residuo por excelencia: la muerte. Ante ella también el remedio por excelencia: la reproducción.
Tal como Freud explica en Mas allá del principio del placer (1920), la sexualidad está emparentada con la muerte puesto que, así como en la reproducción asexual las células se dividen sin que por ello muera el individuo, en la reproducción sexual se da vida a un tercero que no por ello salva de la muerte individual a sus progenitores.